Todo comienza con la decisión de ordenar la exhumación a través de un decreto ley -que exige un presupuesto habilitante de urgencia que a todas luces no se da en el presente caso y que puede terminar originando la inconstitucionalidad de la norma-, en vez de un simple decreto, con el único fin (declarado por el propio Gobierno) de intentar blindar la medida de un posible recurso a los tribunales por parte de la familia (con la que, por cierto, nunca se ha intentado negociar en serio para una reubicación menos ostentosa de los restos del difunto). Es obvio que lo pretendido no se ha conseguido, porque ahí está el recurso contencioso-administrativo presentado la semana pasada contra el acuerdo final del Consejo de Ministros que ordena la exhumación.
Pero es que además, el hecho de acudir a una norma con rango de ley simplemente para exhumar el cadáver de Francisco Franco, generaba un nuevo problema: que aquella podría convertirse en una “ley de caso único”, para la que el Tribunal Constitucional exige unos requisitos que aquí no concurrían. De ahí que el art. 16.3 de la Ley de la Memoria Histórica no mencione a Franco directamente, sino que ordene exhumar a todos los que están enterrados “en el Valle de los Caídos” (no en la Basílica) y que no han sido víctimas de la Guerra Civil. Nuevo error del Ejecutivo, derivado una vez más de la imprevisión: en el cementerio anejo a la Basílica están enterrados 19 monjes, que tienen que ser imperativamente exhumados con la nueva norma sin razón alguna que lo justifique. A nadie, pues, debe sorprender que, a la vista de lo anterior, la Iglesia y la abadía se opongan a una reforma legal que obliga a practicar dichas exhumaciones.
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