“POLICÍA NACIONAL”

QUOUSQUE TANDEM ABUTERE, BRUXELLAE, PATIENTIA NOSTRA?

Esta es la última vez que escribo. Al menos, hasta dentro de mucho tiempo; por lo cual lo considero una despedida académica temporal. En cuanto al por qué, no nos vamos a centrar en ello. En lo que sí quiero que nos centremos es en por qué escribo estas líneas.

He dedicado dieciséis años de mi vida al estudio del terrorismo y de las ideologías radicales que lo sustentan. Concretamente, al mal denominado fenómeno de los “lobos solitarios” (el terrorismo autónomo e individual) en sus tres vertientes principales: la extrema izquierda, la extrema derecha y el yihadismo. Cualquier persona que tenga curiosidad por conocer mi trayectoria, puede acceder a mi obra en mi página web: www.enriqueariasgil.es En ella, el lector podrá comprobar, esté de acuerdo conmigo o no en lo que voy a exponer en la entrada de este blog, que lo que voy a afirmar es, al menos, con cierta causa mínima de conocimiento; y que no son meras palabras soltadas al azar, ni cuñadismos ideológicos, ni papel albal, ni opiniones políticas de ninguna índole. Las opiniones son como los culos, todos tenemos uno; y me da absolutamente igual lo que yo mismo opine o lo que diga el de al lado; porque las opiniones sin más no tienen ningún valor, ya que no poseen la capacidad material de cambiar absolutamente nada. Por ello, lo que a continuación se expresa, es una valoración técnica resumida (en forma de advertencia) de cómo considero que evolucionará dramáticamente el escenario europeo los próximos años: basándome, para ello, en mis estudios y en los de otros colegas profesionales.

En nuestro último libro, “Aceleracionismo y extrema derecha: ¿hacia una nueva oleada terrorista?” (2020) se dedicó un capítulo entero de ochenta y cinco páginas a aplicar concienzudamente metodología de Inteligencia estratégica, con el fin de observar cuáles serían los escenarios posibles a los que se enfrentará el continente europeo los próximos diez años. Y de todos los escenarios, el más probable que salió como resultado del SMIC aplicado fue el siguiente: aumento del terrorismo (retroalimentándose el ultraderechista y el yihadista), así como de la insurgencia en las calles como consecuencia de la desafección, no solo a la política convencional, sino incluso a la populista; la cual acabaría también en claro declive dado el nivel de polarización social generado por la actual crisis estructural política, económica y social. A las fallas estructurales sistémicas anteriormente mencionadas, habría que añadir también la crisis de la actual democracia parlamentaria, de la figura del Estado-nación (en claro declive a favor del fenómeno emergente de la “gobernanza global”), y de las organizaciones verticales como paradigma de la acción colectiva. Por ello, nos encontraríamos ante un escenario en el que aumentaría la violencia, la tribalización, las redarquías (horizontalidad) y las “alternativas” estatales. En resumen, estaríamos ante un escenario de desafección continua hacia lo establecido, aumento de los vacíos de poder y, además, un punto de inflexión para los actores antiterroristas; los cuales acabarían aumentando sus medios y capacidades para intentar poner orden en semejante escenario caótico. Otra cosa es que lo consigan.

¿Nos vamos al guano? Parece que sí. Por eso escribo estas líneas en forma de advertencia. Porque lo que a día de hoy se puede ver, todavía se puede prevenir. Si se quiere, claro. Y para eso, lo primero que se necesita es consenso y voluntad política; la que ahora mismo no hay. Si el lector no se fía de lo que se afirma en la entrada de este blog sobre lo que va a ocurrir los próximos años, puede buscar otras fuentes. Por ejemplo, la del estudio del Deutsche Bank y coordinado por Jim Reid, “The Age of Disorder: the new era for economics, politics and our way of life” (2020), en el que se afirma que en esta década estaríamos entrando en un nuevo “súper-ciclo” el cual denominan como la “era del desorden”, ya que cuyas características principales serían la entropía social, la volatilidad económica, el desorden y el caos. O la del Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos en su informe “Global Trends 2040: A more contested world” (2021), el cual nos habla de un posible escenario global de volatilidad política, de democracias vulnerables, de la actual pandemia presentada como una disrupción global masiva, de hambrunas y disturbios, de cómo las llamadas “empresas superestrellas de la tecnología” podrán tener la capacidad de crear redes que compitan con los Estados, de nuevas competencias geopolíticas, o de cómo el racismo, el ambientalismo y el extremismo antigubernamental podrían revivir en Europa y América del Norte.

El lector también puede tener en cuenta el informe del FMI titulado “Las repercusiones sociales de las pandemias” (2021), llevado a cabo por los expertos Philip Barret y Sophia Chen, quiénes ponen el foco en los estallidos sociales que podrán producirse una vez terminada la actual pandemia mundial. Otro estudio del FMI titulado “Cómo las pandemias conducen a la desesperación y al malestar social” (2020) de los expertos Tahsin Saadi Sedik y Rui Xu afirma que el peligro a que se genere un desorden social es proporcionalmente mayor a partir de los catorce meses después de terminada la pandemia. Ambos informes, ponen el foco en cómo la actual pandemia ha aumentado las desigualdades económicas anteriormente ya existentes, y a las que no se puso freno en su momento cuando se pudo. Y si los anteriores informes de fuentes economicistas no le convencen, vayamos a por otra más: en septiembre de 2020, el multimillonario y fundador de Bridgewater, Ray Dalio, advirtió que el mundo, tal y como lo conocemos, va a cambiar drásticamente los próximos cinco años; comenzando por el declive de la hegemonía estadounidense, la brecha en la riqueza, y el preocupante nivel de deuda e impresión de dinero. Para ponerle la guinda al pastel de los poderosos, António Guterres, el secretario general de la ONU, dio en septiembre de 2021, una vez más, la alarma en referencia a las brechas sociales: al afirmar que «el mundo debe despertar, estamos al borde de un abismo y avanzamos en la dirección equivocada. Nuestro mundo nunca ha estado más amenazado o más dividido. Nos enfrentamos a la mayor cascada de crisis de nuestras vidas».

Pero agárrense los machos, que todavía queda más guano. En agosto de 2021, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, fue advertida por los académicos alemanes Ronald G. Asch y David Engels de que la Unión Europea podría sufrir a medio plazo una guerra civil que iría seguida de una fase de decadencia y autoritarismos de extrema derecha en los veinte o treinta años posteriores a ésta. ¿Les suena de algo? Las fechas varían según los expertos, pero todos llegan al mismo punto… La “buena” noticia (ironía) es que, según Engels, «si bien la guerra civil es inevitable, es poco probable que adopte la forma de una guerra convencional».

Sigamos con el pacoacademicismo y pasemos a los clásicos: Gilles Kepel, el famoso y reconocido politólogo y arabista francés, experto en antiterrorismo. Según éste afirmaría en marzo de 2021, «estamos en la cuarta ola yihadista, un virus que se ha convertido en pandemia». Una cuarta ola terrorista, según describe, que ya se estaría desarrollando en un escenario caracterizado por la balcanización y separatismo étnico y religioso al que han llegado muchos barrios y pueblos del país galo; y que, con las actuales desigualdades económicas y sociales, no haría sino empeorar. Si alguien no se fía de las predicciones del Dr. Kepel, puede fiarse, si así lo prefiere, del presidente francés Emmanuel Macron; quien consiguió que en julio de 2021 se aprobara la polémica ley contra el “separatismo religioso” que está generando el islamismo radical en la sociedad francesa. Una ley cuyo objetivo primordial es el de «fortalecer los principios republicanos» frente a esta amenaza.

Y si hablamos de separatismos étnicos y religiosos, tiremos de algunos datos preocupantes y recientes de la sociedad francesa. Por ejemplo, la encuesta que publicó la consultora Harris Interactive a comienzos de octubre de 2021cuyos resultados mostraron que un 61% de la población gala cree que se va a generar un “gran reemplazo” de la población en el país. Precisamente, el día 27 del mismo mes, las autoridades francesas frustraron un golpe de Estado liderado por el político Rémy Daillet, quien pretendía tomar el Elíseo y el Parlamento con trescientos seguidores armados y con posesión de explosivos, entre los que contaba con policías y militares en activo. Si alguien sospecha de un atentado de falsa bandera de cara a las elecciones, se equivoca rotundamente. Por ejemplo, en abril de 2021, 20 generales franceses jubilados firmaron una tribuna en el medio de extrema derecha Valeurs Actuelles, en la que advertían de un futurible conflicto interno en el país por las concesiones a los islamistas. Pero la cosa no quedó ahí. En mayo del mismo mes, justo tres semanas después, 8.000 militares en activo firmaron una segunda carta en el mismo medio alertando de una guerra civil en Francia. En ella, afirmaron lo siguiente:

«Vemos que el odio hacia Francia y su historia se está convirtiendo en la norma (…) Esta situación (…) la hemos visto en muchos países en crisis. Precede al colapso. Anuncia caos y violencia, y contrariamente a lo que ustedes afirman (…), este caos y esta violencia no vendrán de un “pronunciamiento militar” sino de una insurrección civil (…) Si estalla una guerra civil, el ejército mantendrá el orden en su propio suelo, porque se le pedirá que lo haga».

Y quien piense que este es un problema que se encuentra solo dentro de los cuarteles franceses, está muy equivocado. El descontento se encuentra mucho más extendido y enquistado en todas las capas de la sociedad gala. Así, según la encuesta publicada por la cadena de televisión francesa LCI, un 58% de los encuestados apoyaron a los militares. Un 73% pensaba que Francia se desintegra. Y dos tercios pensaban que los militares no debían ser sancionados.

Pero ojo, que Francia no es el único país europeo con este problema. Por ejemplo, una investigación de septiembre de 2020 reveló que 1.173 soldados alemanes poseían vínculos con organizaciones neonazis. Algo que el gobierno germano lleva intentando poner freno en los últimos años; y cuyo mayor impacto mediático se produjo cuando la ministra de Defensa Annegret Kramp-Karrenbauer anunció en junio de 2020 el desmantelamiento de una de las unidades de élite del Ejército alemán (KSK), después de descubrirse que estaba infiltrada de supremacistas blancos. Todo ello en un contexto en el que se descubrió un arsenal de armas y explosivos en la propiedad de uno de los miembros del KSK, con el fin de atentar. Otro caso (de muchos) que han afectado al ejército alemán y que merece la pena destacar: en septiembre de 2020 se alertó de que grupos neonazis, entre los que se encuentran numerosos policías y miembros de las fuerzas armadas, estaban acumulando armas de fuego para prepararse para lo que denominan el “día X”; un futurible colapso sistémico en el que buscarían intervenir de forma violenta con el fin de eliminar a los que consideran sus enemigos políticos y tomar el poder. Entre la amalgama de estas redes terroristas merece la pena destacar a la denominada Nordkreuz, quiénes además de haber acumulado víveres, medicamentos y armas, habían encargado 200 bolsas mortuorias.

A quienes sean sabedores en materia de antiterrorismo, todo esto no debería sorprenderles. Como señalé en “Los actores individuales: un fenómeno terrorista emergente” (2019), el terrorismo lo que busca (en tres fases) es generar una antesala “revolucionaria” acorde a sus intereses políticos, con el fin de generar posteriormente una insurgencia armada que facilite, a posteriori, el tercer estadio: el asalto al poder. En cualquier modo, no hay que entender cada modalidad terrorista como una amenaza unilateral y diferenciada; el terrorismo, como se señaló anteriormente, se retroalimenta, pues el odio genera más odio. De esta forma, como señalé en la obra anteriormente mencionada,

«(…) el crecimiento emergente de una cultura de la violencia unido a la guetificación de determinados segmentos poblacionales puede acabar generando un cóctel explosivo: dado que ambas variables no solo se retroalimentan (…), [sino] que tanto los islamistas como la extrema derecha desean un absoluto e inequívoco choque de civilizaciones. Ello lo encontramos en los ejemplos (…) de cómo el fundamentalismo islámico busca fomentar la islamofobia con el objetivo de destruir el islam occidental moderado y dividir a la sociedad en dos bandos, forzando a que los musulmanes elijan, siguiendo el caso sirio, entre los “creyentes y los “infieles”; mientras que la extrema derecha europea, siguiendo la misma lógica maquiavélica, busca dividir a la sociedad entre “supremacistas” y “globalistas”, instrumentalizando los atentados islamistas para ganar militantes. En el caso del fundamentalismo islámico y la extrema izquierda, el escenario que plantea el manual del Daesh “How to survive in the west: A mujahid guide “(2015) es similar: describiendo los takfiríes un hipotético statu quo en el futuro en el que, una vez que los neonazis ataquen a los musulmanes europeos y sus mezquitas, estos tendrán que alzarse violentamente en las calles contra los ataques islamófobos con la ayuda de las plataformas antifascistas, aprovechando las células islamistas durmientes el caos generado para activarse, ganar adeptos y comenzar a operar en un escenario de guerra de guerrillas contra el Estado».

De este modo, podemos observar cómo la polarización de la sociedad occidental forma parte de la agenda de cada actor terrorista; y que, mientras la violencia yihadista aumente en Occidente, la violencia ultraderechista lo hará también paralelamente, así como la de extrema izquierda; generándose un proceso que se retroalimenta. Un dato simbólico respecto a la amenaza a la que nos enfrentamos como resultado de la polarización social existente en suelo europeo: tal y como se analizó en las dos obras anteriormente mencionadas, entre 1970 y 2016 el número de atentados terroristas llevados a cabo por actores individuales de la extrema derecha no solo ha crecido exponencialmente, sino que entre los años 2017 a 2019, Europa ha pasado a superar porcentualmente por primera vez a los Estados Unidos como la región geográfica que más atentados o intentos de atentado de esta naturaleza ha sufrido; cuando hasta hace poco este era un fenómeno especialmente norteamericano.

Otro problema del que no hemos hablado, y que tiene mucho que ver con las actuales fallas estructurales sistémicas y con el aumento del terrorismo, es la progresiva y continua violentización de la sociedad: es decir, cuando la violencia se acaba normalizando socialmente; ya sea de forma delincuencial o política. En el último caso, un ejemplo de ello lo encontramos en las manifestaciones de Antifa y Black Lives Matter (también presentes en suelo europeo en el mismo contexto temporal), en los Chalecos Amarillos, en los Gilets Noirs, en los CDR (Comités de Defensa de la República), o en los movimientos antivacunas. Que el lector no se equivoque, todas estas siglas tienen algo poderosamente en común: el aumento de la desafección hacia el statu quo; independientemente de la idiosincrasia de cada movimiento social o de que determinados actores estatales o no estatales aprovechen la ocasión de desestabilizar a un Estado-objetivo. Por lo anteriormente referido, como ocurre con el terrorismo (la violencia política llevada al extremo) no hay que entender cada modalidad de insurgencia low-cost como una amenaza unilateral y diferenciada. La insurgencia low-cost supone una modalidad nueva y diferente con respecto a la insurgencia tradicional. Se trata de un híbrido entre movimiento social e insurgencia organizada. ¿Y qué es la insurgencia low-cost? Es un tipo de conflicto de baja intensidad y alta frecuencia, enfocado especialmente sobre otros actores no estatales como son el mercado y la sociedad civil; afectando a la opinión pública a través del factor psicológico, como es la acumulación de estrés por hostigamiento continuo. Un fenómeno social que sufriremos, por desgracia, cada vez más a menudo y a mayor escala. De este tema hablamos Juan Pablo de Anca Cuesta y servidor en el artículo “Insurgencia low-cost: una amenaza asimétrica emergente” (2020), proponiendo medidas contra esta también emergente amenaza.

Finalmente, merece la pena destacar la actual crisis energética que podría presentarse en cualquier momento en Europa en forma de apagón o “blackout”, como han avisado las autoridades de los gobiernos alemán, austriaco y suizo. Una subida de los precios que unida a apagones continuados en el tiempo podría poner el punto de sal, en plena crisis sanitaria, económica, política y social, a todo el caldo de cultivo que se ha ido calentando a fuego lento estos años de insurgencias callejeras, conflictos sociales y terrorismo anteriormente señalados. Según el pronóstico que publicaría el gobierno austriaco en noviembre de 2021, la posibilidad de que haya un apagón generalizado en Europa no se limitaría solo al curso 2021/2022, sino en los próximos cinco años, y la probabilidad, según señalaban sería del 100%. Es decir, que tenemos subida de los precios, posibles apagones y guano para rato. Y esto es lo que ocurre cuando la economía supedita a la política con tanta privatización, deslocalización, externalización y transición energética. Pero siempre nos quedarán conferencias y seminarios sobre la “soberanía energética” o la “seguridad humana” en alguna institución que nos sirvan de soma ideológico para que acabemos justificando sus dentelladas neoliberales, tanto en su vertiente economicista como ecoprogre.

Podría citar y citar muchas más fuentes, pero esta entrada de blog está siendo ya demasiado larga. Y cuando el río suena… Por ello, repito por tercera y última vez la advertencia: nos esperan tiempos de desorden y de caos. Y el primer Estado en caer será Francia, la cual acabará provocando un efecto cascada en todo el continente europeo. Se vienen curvas; se acaben cumpliendo en menor o mayor medida, pero se cumplirán. Y echar la culpa de ello solamente a los políticos es un error. El mayor problema de nuestra cultura política son las redes clientelares (los estómagos agradecidos); ya que la democracia ha democratizado también la corrupción: antaño de unos pocos de un mismo palo, ahora de redes de muchos palos. Corrupto no es solo el decisor; también lo es quien obvia problemas existentes y sigue cobrando por callar o por no querer cambiar las cosas a mejor. Ya que como afirmaría el filósofo esloveno Slavoj Žižek, «los expertos son, por definición, los sirvientes de aquellos que están en el poder: en realidad no piensan, solo aplican sus conocimientos a los problemas definidos por los poderosos». Se habla mucho en el mundillo de “cultura de seguridad” y de “resiliencia”. Pero no existe ninguno de sus dos precursores necesarios para ejecutar ambas variables: ni “cultura patriótica” ni “cultura democrática”. Admitámoslo: somos una democracia sin sentido de Estado ni cultura democrática, en la que los demócratas son aparentemente pocos; y los que existen, son los que menos sobresalen. ¿Qué clase de democracia es ésta entonces?

La solución a todo este futurible escenario caótico pasa por un doble cambio de paradigma: político y securitario.

Político: porque cada vez será, más necesario que nunca, que se fomente el consenso y la voluntad política de poner fin a una desigualdad y precarización social que no hace sino crecer y crecer cada vez más, generando un caldo de cultivo que puede pasar de grotesco a peligroso. Y, también, porque la clase política se ha distanciado más que nunca de la voluntad popular (obviando no solo las reivindicaciones sociales, sino también las identitarias), gobernando con medidas y leyes que se encuentran absolutamente fuera de la realidad; y únicamente presentes en su imaginario ideológico, en el momento, además, menos propicio para ello. O como diría Montesquieu, uno de los padres de la Ilustración y de la democracia liberal: “la democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo”.

Securitario: porque las fuerzas del orden se van a acabar encontrando en un punto de inflexión frente a las fuerzas del caos ante el que van a tener que reinventarse absolutamente, cambiando radicalmente el actual modelo. Algo similar a lo que ocurrió en España cuando tuvo que cambiar absolutamente de paradigma al pasar de la lucha contra ETA a la amenaza yihadista (para la que el Estado no estaba entonces preparado), pero a mayor escala. A mucha mayor escala. Cuando en el terreno europeo haya desorden en las calles, seremos una zona gris mucho más amplia que la actualmente existente en Europa del Este; en la que participarán en ese futurible vacío de poder todo tipo de actores, tanto no estatales (conflictos sociales, terrorismo e insurgencia callejera) como estatales. De este modo, ante los tiempos que se nos avecinan, los Estados que deseen sobrevivir o mantener su hegemonía tendrán que aprender a modelar y a gestionar el caos más que nunca; convirtiéndolo, así, en un fenómeno beneficioso para éstos: practicar la guerra en red más que nunca, y extender un modelo de Inteligencia horizontal y descentralizada.

Llevamos muchas décadas acostumbrados a vivir en una paz que es una absoluta anomalía en la historia de Europa. Y por sesgos de confirmación, ideológicos y estómagos agradecidos muchos piensan que las cosas seguirán tal y como las conocemos. Pero nada más lejos de la realidad, pues como afirmaría nuevamente Žižek,

«La principal lección que hay que aprender, por tanto, es que la humanidad debería prepararse para vivir de una manera más nómada y plástica (…) Todos estamos más o menos arraigados en un modo de vida concreto, y tenemos todo el derecho a protegerlo, pero podría darse alguna contingencia histórica que de repente nos sumiera en una situación en la que nos viéramos obligados a reinventar las coordenadas básicas de nuestro modo de vida».

¿Y con España que va a ocurrir, se preguntará el lector? España ha sido siempre y es una anomalía política dentro del continente europeo. La excepción; cuya cultura política ha ido siempre entre veinte y cuarenta años atrasada con respecto a sus vecinos centroeuropeos desde 1898. Pese a los “peros”, eso, a priori, puede parecer, por esta vez, una ventaja estratégica. Y lo es: pues tendríamos, teóricamente, tiempo suficiente de reaccionar si acabamos teniendo una estrategia política, económica, social y securitaria a largo plazo preparada una vez veamos lo que le vaya a pasar a nuestros vecinos. Si la acabamos teniendo, claro. Ahí lo dejo.

 

ENRIQUE ARIAS GIL

Doctor en Seguridad Internacional IUGM UNED