RUIDO DE SABLES O PONER EL BASTÓN SOBRE LA MESA

 

Dos expresiones que desde hace muchos años se empleaban y emplean para dar a conocer el desagrado de los militares -aunque con diferente índice de intensidad y efectos secundarios- ante las órdenes recibidas de sus superiores; la evolución de las políticas patrióticas, sociales o económicas y las acciones o las decisiones de los respectivos reinados o gobiernos bajo los que servían o sirven. Muy conocidas antaño por ser frecuentemente llevadas a cabo y, sin embargo ahora, casi desconocidas por estar su aplicación y efectos prácticamente en desuso.

Se viene a decir que existe “ruido de sables” cuando ante la degradación progresiva y grave de la situación política interior o exterior, social y económica, los militares entendían que no quedaba otra salida que la de fomentar un intento o amenaza de golpe de Estado a fin de que el gobierno o el reinado de turno reaccionase y/o cambiase el rumbo de los acontecimientos. También, solía producirse este efecto ante nefastas situaciones de políticas internacionales que podían llevar a las naciones o estados a ser traicionados o subyugados por potencias extranjeras sin que el rey o sus gobiernos del momento hicieran, aparente o realmente, nada por eludirlo.

Por lo general, terminaban en golpes efectivos o intentos fallidos de golpes de Estado con el consiguiente revuelo de las capas militares, sociales y políticas del país o países implicados; los que a su vez, solían derivar en luchas intestinas, auténticas guerras civiles o en provocar algún tipo de conflicto internacional.

Sin embargo, el poner o dejar el “bastón sobre la mesa”; significaba que aquellos militares, con derecho a ostentar un bastón de mando –generalmente desde el grado de Coronel y en todo el Generalato- no estaban de acuerdo con la evolución de los acontecimientos políticos y sociales o con las órdenes recibidas desde su cadena de mandos superiores, ministros, el propio Rey o su Gobierno. Con dicho gesto simbolizaban su potente desacuerdo y plasmaban así el gesto de renunciar a su empleo y cargo y ponerlo a disposición del superior o sus representantes.

Hechos y gestos estos últimos, que general y lógicamente, eran de una repercusión de tipo personal y mucho menor que lo anterior, salvo que aquellas renuncias o ceses acarreasen seguidismos importantes entre los subordinados del encartado; lo que pudiera dar lugar a revueltas e incluso levantamientos de ciudades, cantones, regiones y hasta reinados allá en ultramar o alejados de la madre patria, aunque en el mismo continente.

Hoy en día; la evolución social, los progresos en la enseñanza y el nivel de educación general de los militares, los valores, cometidos y misiones que asignan a este orden de personas, la evolución y sosiego de las propias democracias, el sello o guía en las acciones de los propios gobernantes y, aunque en menor medida, las presiones derivadas de las alianzas internacionales de carácter  militar o político; hacen que estos fenómenos se den cada vez con menor frecuencia y que, en caso de producirse, sean de muy baja intensidad, salvo casos bien conocidos y muy señalados.

Los militares, y máxime en un país democrático, deben basar sus actuaciones en una serie de principios, valores y obligaciones que se encuadran en unas normas de vida dentro de la legalidad, la disciplina, la profesionalidad, la obediencia debida sin saltarse la Ley, el respeto a la Constitución y su innegable amor a la Patria cuya unidad e integridad están obligados a defender, hasta la última gota de su sangre.

Toda esa retahíla de vocablos calificativos, no tiene razón de ser si aquellos que deciden dedicar su carrera profesional a la milicia, además de su vocación de servicio, sacrificio y estilo personal de vida, no se formaran adecuadamente en centros de enseñanza durante el tiempo suficiente –unos cinco años, al menos- para entender y comprender el significado y el verdadero valor de cada uno de ellos. Es, no obstante después, tras varios años de prácticas, aprendizaje de sus superiores y constante cumplimiento y subordinación ante situaciones de mayor o menor dificultad para su exacto cumplimiento, cuando se puede decir que el militar está en condiciones de cumplir adecuadamente con su deber social, que conoce bien sus límites y -con alto grado de probabilidad- que no se dejará llevar por impulsos personales o colectivos hacia derroteros que no le corresponden por Ley y, por último aunque muy importante, sabrá valorar y evaluar las responsabilidades añadidas que le otorga una mayor potencia en sus actos por la posibilidad del uso de medios, armas y fuerzas bélicas a su alcance o bajo su mando.

En los últimos años, a medida que avanza, se degrada y embrutece el llamado proceso independentista catalán; son cada vez más los que insisten en presentar en redes, otro tipo de artículos o en sus participaciones en diversas tertulias; la necesidad de una intervención militar en aquellas tierras. Intervención, bien sea por iniciativa de las propias Fuerzas Armadas (FAS) (Art. 8.1 de la Constitución) o por mandato expreso de SM el Rey en función de las prerrogativas que le otorga a este el artículo 62 de la Carta Magna.

Muchos empiezan a pensar que tanto el Uno como los otros no están cumpliendo con su obligación, reniegan de sus deberes y hasta, los más osados, claramente los tildan de cobardes e incluso traidores a la Paria a la que sirven, España. Ni lo uno, ni lo otro; las cosas, como suele suceder en esta vida, no son tan simples como aparentan y hay que estudiarlas bien para comprenderlas en todos sus matices y detalles.

Hace ya bastantes años, tras el golpe de Estado del 23-F de 1981, todo el mundo en España conocía perfectamente el significado de la frase ruido de sables y de sus consecuencias. Pero, también se entendió mal un hecho que, quizás aunque fue muy peculiar y significativo, haya podido dar lugar a diferentes interpretaciones del papel del Rey y las FAS. El discurso realizado por el entonces Rey de España, Juan Carlos I -como Jefe Supremo de las FAS- que llevó a los militares sublevados a deponer su postura, entregar las armas y ponerse a disposición de la justicia. Pero en aquella ocasión, de la que fui testigo como Capitán de helicópteros de ataque, no se cayó en un hecho no muy normal y era, simplemente, que todo el gobierno, con su presidente saliente y el candidato a sucederle estaban secuestrados por los golpistas en las Cortes. De no haber sido así, no hubiera sido totalmente obligatoria -aunque si conveniente- la participación del Rey en directo durante esa misma tarde noche.

Para entender bien estos conceptos y aparentes discrepancias sobre las  capacidades y responsabilidades de cada uno y aclarar quién y cuándo se deben llevar a cabo estas complejas acciones -que a simple vista podrían parecer enrevesadas o de no muy fácil comprensión- creo sinceramente que se debe recurrir a un valiosísimo documento redactado por uno de los padres de la Constitución, D. Miguel Herrero y Rodríguez de Miñon titulado ”El Rey y las Fuerzas Armadas”[1] del que, al ser largo y muy lleno de circunloquios y comparaciones, hago un extracto de párrafos al que he añadido alguna palabra o corta frase gramatical sin efecto alguno sobre el contenido y solo para hacerlo más comprensible :

“Los tres preceptos fundamentales al respecto son:

En primer lugar, el artículo 8. 1 la Constitución, según el cual: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.» Es decir, se señala la doble función, exterior e interior, de los Ejércitos.

En segundo lugar, el artículo 62, según el cual «Corresponde al Rey en su partado h) el mando supremo de las Fuerzas Armadas».

Y en tercer y último lugar el artículo 97, que dispone: «El Gobierno dirige… la administración militar y la defensa del Estado.»

Para la interpretación de estos preceptos ha de atenderse, por un lado, a lo dispuesto en el artículo 56, según el cual: «El Rey… ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes», y, por otro, el artículo 64, según el cual: Los actos del Rey serán refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes. De los actos del Rey serán responsables las personas que lo refrenden.»

Ahora bien, una de estas funciones es, según el mencionado artículo 62, el mando supremo de las Fuerzas Armadas, de modo y manera que la lectura integrada de ambos preceptos exige reconocer que el Rey ejerce el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Pero, sin duda esta competencia regia ha de ejercerse, como todas las demás, bajo refrendo, en este caso de los ministros responsables, que cubren con ello la irresponsabilidad del monarca (art. 64)

Estos son los principios constitucionales que deberá respetar la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas, según exige la propia Constitución (art. 8.2). Ahora bien, el desarrollo legal de estas disposiciones constitucionales, primero en la Ley de 28 de diciembre de 1978 relativa a los Órganos Superiores de la Defensa Nacional y, después, en la Ley Orgánica por la que se regulan los criterios básicos de Defensa Nacional y la Organización Militar, parece vaciar de contenido estos preceptos constitucionales, o, lo que es lo mismo, reduce a meramente simbólico el mando.”

Por desgracia, ahora existe un cierto desasosiego generalizado en función de una serie de extraños movimientos políticos muy poco tranquilizadores desde que Pedro Sánchez alcanzó la presidencia del gobierno y es mantenido e intervenido en la misma  gracias a una, como mínimo extraña, moción de censura urdida y poyada por partidos legales pero de corte populista, nacionalista, independentista, separatista y filo terroristas. Hechos estos que, sin dar lugar a ninguna duda, suponen una serie de más que posibles secuelas, compromisos y deudas contraídas con ellos por todo ello. Ante esta tesitura y el ya citado gran desasosiego, es por lo que son muchos los que se preguntan qué habría que hacer en el hipotético caso de que fuera el propio Gobierno el que por alguna de sus acciones u omisiones pusiera en peligro la  unidad e integridad de la Patria y, en consecuencia, quieren saber a quien le correspondería entonces tomar las riendas de la nación para tratar de evitar tan mal asunto.

Nuestra Constitución, como sabemos, es muy rica en detalles y casi toda ella está desarrollada por leyes orgánicas; pero nunca jamás el legislador de la época pudo pensar, ni por asomo, que se pudiera llegar a un punto en el que el gobierno, SM el Rey y las FAS pudieran tener un punto de vista diferente de lo que es y debe ser España y si se ha de mantener su integridad y cómo hacerlo.

A la vista de ciertos hechos consumados como determinados “movimientos extraños” en ciertos partidos políticos y en alguna cámara regional, los varios ensalzamientos de “ideas” y “acciones” punibles por ser contrarias a nuestras Leyes y a la Constitución en diferentes regiones y determinados intentos o “movimientos de aproximación” de ideas de difícil encaje constitucional; solo se me ocurren unas pocas, aunque importantes y eficientes, alternativas: que el Rey como Jefe del Estado efectivo que es, avise -cómo ya ha hecho en dos ocasiones- de las consecuencias de las derivas, iniciativas o transgresiones que pudieran ir contra la Constitución, su espíritu, mandato y contenido; hacer las llamadas que fueran necesarias a los españoles para que se levanten en íntima y pacifica rebeldía contra tamañas potenciales injusticias y aconsejar seriamente a los tres Poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) a que actúen en consecuencia en y hacia el cumplimiento de la Ley y sobre todo, de la Constitución; a la que de forma individual prometieron o juraron respetar y defender a la hora de tomar cada uno de sus miembros la posesión de su cargo.

Las FAS deberán estar atentas, preparadas y prontas para asistir, a requerimiento del gobierno, a cumplir con su obligación más sagrada como es defender, con todo su empeño y saber hacer, la integridad territorial de España y el ordenamiento constitucional. Misión que les viene marcada claramente -sin otro tipo de cortapisas que el subrayado referido en este mismo párrafo- la Constitución en su artículo 8.1.

Mientras tanto, y para evitar siempre tener que caer en el mal vicio y poco entendido en democracia “ruido de sables” y sus drásticas consecuencias; no estaría de más, que alguien –a ser posible varios y de forma individual, para no ser acusados de sedición- y con suficiente peso específico, pudieran empezar a pensar en la posibilidad de poner en su día “su bastón sobre la mesa” de la correspondiente ministra  o  ministro de defensa. Mostrando así con ello, su desagrado personal aunque generalizado, con una inaceptable situación – si es que llegara a producirse-, y dar a entender la nunca desestimable posibilidad de que, de no corregirse aquello y/o si degenerara aún más; hasta se podría pasar, siempre hipotéticamente, al punto no querido y ya conocido del ruido de sables; que como bien sabemos, suele ser el preludio de un golpe de Estado.

Javier Blasco, Coronel del ET (R)    20 de octubre de 2018

[1] http://revistas.uned.es/index.php/derechopolitico/article/view/8033/7684