Invitado por La Verdad de Murcia, hace algunos días tuve el placer de dar una conferencia en Cartagena, la ciudad donde comenzó mi carrera militar. Hablábamos de los tambores de guerra que suenan más allá de Ucrania, tanto en Europa como en el estrecho de Taiwán o el mar de China Meridional. En el debate posterior, un joven se levantó para camuflar con una pregunta irrelevante –la mayoría de los que intervienen en estos actos no consultan sus dudas, sino que muestran sus certezas– una afirmación que, en los tiempos que corren, ya no sorprende a nadie: la de que él no estaba dispuesto a dar la vida por su Patria.
En realidad, una postura así es casi siempre producto de un malentendido. La mayoría de los españoles no estarían dispuestos a desplegar en el Líbano, bajo el fuego cruzado de Hezbolá y el Ejército israelí, solo porque nuestro Gobierno decida que conviene a nuestros intereses. Y lo entiendo. Para eso están los militares profesionales. Yo también prefiero pagar para que sean otros los que cultiven nuestros campos, conduzcan nuestros autobuses y operen de apendicitis a los pacientes en los hospitales.
Otra cosa, bien diferente, es la defensa del hogar de cada uno, de su familia o de su propia libertad. Cuando se ven las orejas del lobo, de poco sirve decir que uno no desea participar. Las alternativas se reducen a tres: tomar las armas, someterse al invasor o, como han hecho muchos millones de ucranianos, dejar para siempre sus hogares –el Kremlin se ha apresurado a apropiarse los de los territorios ocupados, declarándolos abandonados– y exiliarse a otros países amigos.
El joven en cuestión decía tener amigos ucranianos exiliados en España y sentirse inspirado por su ejemplo. ¿Antes exiliarse que combatir? La decisión es, desde luego, comprensible desde el punto de vista humano y quienes la vemos desde fuera no tenemos derecho alguno a juzgarla con severidad. Sin embargo, cuando no hay razones extraordinarias que la justifiquen, a mí me parece profundamente insolidaria, porque deja a los demás la tarea de parar los pies a personas como Putin, como Hitler o como Napoleón.
Esos jóvenes exiliados se sienten seguros en España, detrás de nuestras armas y nuestros soldados, y de verdad me alegro de que sea así. Bastante tienen con lo que les ha ocurrido. Pero si todos decidiéramos huir ante la agresión y la tiranía se extendiera sin límites, no quedaría lugar alguno donde vivir en libertad.
El precepto constitucional
Es precisamente la solidaridad, y no el militarismo, lo que en mi opinión justifica el olvidado artículo 30 de la Constitución que dice que los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España. Ante ese precepto, que tiene personalidad propia –nada nos obliga a cultivar los campos, conducir los autobuses o tratar a los que sufren apendicitis– hay muchos que se escandalizan por tomas de postura como la que acabo de comentar.
Sin embargo, no hay nada nuevo en la actitud de ese joven. Históricamente, las naciones se dotaron de leyes de movilización forzosa –la nuestra, por cierto, duerme en el limbo de los justos– porque siempre fueron pocos los ciudadanos dispuestos a tomar las armas frente a un enemigo exterior. Lo que sí es relativamente reciente es que se presuma de ello. Y, aunque está amparado por la libertad de expresión, no nos hace ningún bien porque resquebraja la tapa de la olla a presión que, en el paradigma de conflicto que describí en un reciente artículo también publicado por El Debate, representa a la disuasión.
La tapa de la olla
Tendemos a pensar que la solidez de la tapa que previene la guerra está en nuestros cañones. Pero no es así. Aún más importante que las armas es la voluntad del pueblo que ha de empuñarlas. Por eso, cada vez que las encuestas demuestran que es muy bajo el número de españoles dispuestos a luchar por nuestra nación, damos un paso atrás que hace más posible la guerra que queremos evitar. Un paso pequeño, desde luego, pero que además me parece contra natura.
Cuando se sienten amenazados, son muchos los animales que erizan el pelo para parecer más grandes y poderosos. Los seres humanos, que no disponemos de ese mecanismo natural –a algunos, hasta el pelo empieza a escasearnos– recurrimos a menudo a ardides para parecer muchos cuando somos pocos, fuertes cuando somos débiles, decididos cuando somos cobardes. Siguiendo inconscientemente los principios formulados por Sun Tzu hace 2.500 años, ponemos letreros de «cuidado con el perro» aunque nuestro can sea, como lo era el mío, un bendito que daría la bienvenida a la mismísima Santa Compaña.
Quizá recuerde el lector de mi generación la película Beau Geste, en la que Gary Cooper se alistaba en la Legión Extranjera Francesa. Asediados en un fuerte aislado en el desierto argelino, los legionarios se veían obligados a poner en las murallas los cuerpos sin vida de sus compañeros para disuadir a sus enemigos de lanzarse al asalto final. ¿Por qué ahora ese empeño en hacer justo lo contrario? ¿Qué lleva a tantos jóvenes a proclamar que ellos se retiran de la muralla, poniendo de relieve nuestra vulnerabilidad? ¿Qué pesa más en una postura así, la sinceridad, la ignorancia o las ganas de fastidiar?
La cultura de defensa
Cada caso es un mundo, y nada más lejos de mi ánimo que sugerir que se haga callar a los jóvenes que se oponen al cumplimiento de ese deber constitucional de defender a España. No es solo que tengan derecho a expresarse libremente. Es que, además, ¿cómo podría reprochárseles su postura si los sucesivos gobiernos de la democracia han incumplido el segundo párrafo del mismo artículo, que dice que «la ley fijará las obligaciones militares de los españoles»?
Tampoco creo que la mejor opción para restaurar la quebradiza tapa de nuestra olla esté en restablecer el servicio militar obligatorio. Quienes se nieguen a defender a España, sin duda optarían por la vía de la objeción de conciencia que reconoce el derecho de los ciudadanos a esquivar las obligaciones militares a cambio de otros servicios a la comunidad. Me parece que la única manera de abordar este asunto concreto –como tantos otros relacionados con nuestra seguridad– está en la educación, y que la mejor herramienta que tenemos para resolverlo es la cultura de defensa.
Volvamos al fuerte donde combatía Beau Geste y preguntémonos por qué, en situaciones como esa, es tan raro que alguien, vivo o muerto, dé un paso atrás. La respuesta es obvia: todos saben lo que les espera si cae la posición. Estoy convencido de que buena parte del problema se solucionaría por sí solo si lográramos que aquellos que sientan la tentación de retirarse de la muralla conocieran antes lo que hay al otro lado.
Juan Rodríguez Garat
Almirante retirado
Fuente:
https://www.eldebate.com/espana/defensa/20240623/espanoles-deber-defender-espana_207219.html