El proceso hacia una futura inclusión de Ucrania y la calificación de Rusia como la «amenaza más directa» han sido dos de los principales temas de la cita
Parecería que la Cumbre Atlántica de Washington (9-11 de julio), que tenía a Ucrania como objeto primordial, no hubiera acarreado grandes decisiones más allá de apasionadas declaraciones amorosas hacia ese país «mientras continúe la guerra». En el universo atlántico, EE. UU. es el sol alrededor del cual giramos todos los demás. Y no solo porque este país sea el inventor del tinglado, o porque sea su mayor pagano sino, sobre todo, porque, en nuestro cosmos, es el que puede disparar los rayos más fulminantes.
Desde esa perspectiva es como mejor se entiende esta Cumbre, que tuvo cinco grandes objetivos. Uno, glorificar una organización defensiva capaz de celebrar sus bodas de brillantes (75 años) gracias, naturalmente, al papel hegemónico en ella del país organizador del evento. Dos, vivificar la candidatura del senil Biden ―arduo reto, especialmente tras el atentado contra Trump―, para las elecciones de noviembre; tanto para presidente del país, como para 435 congresistas y 33 senadores. Tres, ir asentando un paulatino desenganche norteamericano de la guerra en Ucrania, comenzando por no despachar ni invitación ni fecha para la integración de ese país en la Alianza como soñaba Zelenski. Éste solo ha obtenido un espiritoso «irreversible» como calificativo para su ilusión; brindis acompañado de anestesiantes promesas de nuevos paquetes de ayuda militar. Cuatro, reconfirmar a Rusia como «la amenaza más directa e importante» (Concepto Estratégico de Madrid 2022), y a China como «desafío sistémico» para la seguridad euroatlántica, así como «facilitador decisivo» del esfuerzo bélico ruso. En suma, calificar la «asociación sin límites» de Rusia y China como el mayor peligro para la paz y estabilidad internacional.
Y cinco, en los márgenes de la Cumbre, profundizar en el disimulado proceso de inmersión de la OTAN en la compleja problemática del Indo-Pacífico. Se han desarrollado así encuentros con los «socios» invitados de Corea del Sur, Japón, Australia y Nueva Zelanda. Eso aclara los periplos (2023) del saliente secretario general de la OTAN, Stoltenberg, por tales territorios que, en principio, parecen algo distanciados de los intereses inmediatos europeos y, concretamente, de los españoles. No es de extrañar así el inocultable recelo de Pekín por tanta carantoña de la OTAN con sus vecinos asiáticos. Otro aspecto especialmente reseñable, germinado asimismo en los márgenes de la Cumbre, ha sido la firma por Alemania, Francia, Italia y Polonia de una carta de intenciones para, sin descartar la potencial adhesión de otros países al proyecto, desarrollar conjuntamente un programa de misiles de crucero basados en tierra, de alcance superior a los 1.000 kilómetros. Capacidad, esta última, de la que carecen los países europeos y que la guerra de Ucrania ha revelado como gran déficit defensivo.
Pero no nos engañemos: tal iniciativa significa, entre otras cosas, triturar definitivamente el Tratado INF (Fuerzas Nucleares de alcance Intermedio), en suspenso desde 2019, por el que se excluyó el desarrollo de misiles balísticos y de crucero, nucleares y convencionales, lanzados desde tierra con alcances entre 500 y 5.500 km. Además, esta iniciativa se solapa con la anunciada por Washington y Berlín, también en los márgenes, de desplegar, a partir de 2026, misiles norteamericanos de largo alcance sobre suelo alemán. Visto todo ello en conjunto, podrían calificarse como trascendentales las bodas de brillantes de la Alianza, más por lo actuado en sus márgenes, que por lo acordado en el salón de conferencias: se ha desvelado un rumbo de guerra.