La izquierda radical española ha distinguido siempre entre «los nuestros» y los fascistas. No hay más matices. Si eres defensor de la familia, si eres cristiano (más aún, católico…), llevas a tus hijos a colegios privados o concertados, militas o simpatizas con un partido o institución que no sintonice abiertamente con la izquierda, si eres de los que ahorras, tienes una casa en propiedad, ¡no digamos si, como consecuencia de tus más de 40 años de trabajo, eres también propietario de una segunda!, si defiendes la propiedad privada, el libre comercio, eres pequeño empresario, o mil y una cuestiones que hasta anteayer mismo eran consideradas como normales… Ni lo dudes un instante, llevas pegado en el culo la etiqueta de «fascista».
O sea, que más del 50 por ciento de los españoles debemos estar convenientemente sellados en esa parte baja de la espalda con la palabreja de marras, «fascistas». Por cierto, ese término que no estoy muy seguro de que supiera definir en su justa medida la mitad restante, que lo utiliza ciegamente, siguiendo las consignas de sus líderes naturales, léase Irene Montero, Pablo Iglesias, Yolanda Díaz, Ione Belarra, Mertxe Aizpurúa -la portavoz de EH Bildu en el Congreso- o el mismo Pedro Sánchez. Todos y cada uno de ellos podrían estar encuadrados en una o varias de las categorías indicadas más arriba, pero (¡oh, cielos!), todos ellos tienen también la prerrogativa de autoexculparse y no estar incluidos en ese cajetín de «fascistas» que ellos mismos han construido como fórmula de exclusión y enfrentamiento sociales, es decir, para situar a la población a uno u otro lado del muro del odio que levantó el presidente del Gobierno desde su llegada a la Moncloa.
Pero también, si eres periodista y en el libre ejercicio de tu profesión, vas a cubrir alguna información en la que estén implicados jóvenes radicales de izquierda -en este caso abertzales-, convenientemente encapuchados y vestidos de negro, armados de palos y piedras, no te salvas tampoco del manido adjetivo de «fascista», y por tanto mereces ser aporreado, golpeado, pisoteado, pateado y agredido para lavar tus culpas.
Es el caso de José Ismael Martínez, periodista de ‘El Español’, cuyo delito no fue otro que el de atreverse a cubrir, durante la tarde del jueves 30 de octubre, los disturbios en la Universidad de Navarra por la presencia (finalmente cancelada en la Facultad de Comunicación) del controvertido periodista Vito Quiles. Además de la brutal agresión, el periodista tuvo que soportar ser llamado «hijo de puta», simple y llanamente por hacer su trabajo.
Es evidente que en este país se legitima la violencia en función de quién la ejerce y quién la recibe. Es indignante que, ni en ese mismo día (jueves, 30 de octubre), ni en los siguientes, se levantara voz alguna desde la izquierda para condenar los hechos. Al contrario, por ejemplo Irene Montero, la eurodiputada y exministra de Podemos, escribía en X que «El movimiento antifa -lleno de jóvenes, por cierto- está asumiendo el principal deber ciudadano de nuestro tiempo: hacer de las universidades y las calles espacios seguros libres de fascismo. Es el legado de nuestras madres y abuelos: el antifascismo es la base de la democracia».
¿Puede llamarse a eso legitimar la violencia, o no? Un dramaturgo, libre en general y librepensador en particular, Ernesto Caballero, escribía uno de estos días también en X un tuit que podría responder perfectamente a la señora Montero: «Lo de ‘fuera fascistas de la universidad’ empiezo a suscribirlo, aunque matizaría el eslogan: ‘fuera fascistas antifascistas de la universidad'».
La violencia es violencia, venga desde un lado o desde el otro. Ya está bien de erigirse en pontificadores exclusivos de la moral exculpando a unos, los suyos, y señalando a los contrarios, siempre con el término «fascistas». Se diría que en España hay únicamente dos tipos de ciudadanos: los de primera, y los de segunda. ¿A que sabe perfectamente quiénes son los unos y quiénes los otros?
Fuente:
https://www.diariocritico.com/opinion/fascistas-y-antifascistas
