Las leyes de “propiedad” intelectual violan al mercado (libre). Alejandro A. Tagliavini

 

(Ilustración: La Crítica / IA).
(Ilustración: La Crítica / IA).
Definitivamente es el mercado el que determina a quién corresponde cada cosa. Por caso, al comprar un auto, el vendedor lo entrega a cambio de un dinero. Así, con estas relaciones pacíficas y voluntarias, se define la verdadera propiedad. Si, por caso, el vendedor no entregara el automóvil, el comprador presentará el contrato a un juez (idealmente un mediador privado) y demostrará que cumplió su parte. …

Como se ve, el gobierno es completamente innecesario. Al ser la propiedad de orden natural surge espontáneamente del mercado –de las personas– de modo que, si el Estado impone coactivamente una supuesta posesión evitando su libre –natural– disponibilidad para el resto, está creando el monopolio del usufructo para un solo beneficiario.

Ningún monopolio –y cualquier cartel– es natural. No existe sector empresario, que no tenga competencia directa, indirecta o sustituta según se den los casos en tanto el Estado no lo impida coactivamente. No existe razón técnica para que no existan dos superautopistas paralelas (de hecho, existen, por caso, la autopista del Mediterráneo), o los trenes de distintas compañías privadas que circulan por la misma vía en España.

La injusticia surge cuando el Estado impone una “exclusividad” para determinada empresa o persona, impidiendo el desarrollo natural, espontáneo del mercado. Y eso son las leyes sobre “propiedad” intelectual, patentes y/o “copyright”. Como si las ideas tuvieran dueño, el primero que acuda a la oficina burocrática, el más pillo, se queda con el monopolio de esa idea.

Por caso, dicen serios historiadores que Thomas Alva Edison era un astuto “patentador serial” con el fin de hacer fortunas. Su primera patente es de 1868, y se lo considera uno de los más importantes “inventores” porque patentó más de mil inventos, pero no resulta creíble que fuera tan prolífico.

Heinrich Goebel, relojero alemán, fabricó lámparas tres décadas antes, mientras que un británico, Joseph Swan, obtuvo la primera patente de una lamparita en Gran Bretaña, en 1878, un año antes de la de Edison que fue, básicamente, plagiada de la Swan que, al ver enriquecerse a su plagiador, lo llevó a las cortes británicas que le dieron la razón.

Un argumento falaz es el de que sin la “protección de ideas” se desincentivaría la investigación cuando es todo lo contrario: si no existen “derechos” monopólicos sobre una idea, todos pueden usarla, y construir sobre ella, multiplicando exponencialmente los cerebros aplicados y, así, la tecnología se desarrolla más rápidamente.

El caso DeepSeek es un ejemplo, es de código abierto y ha puesto en jaque a toda la IA de los EE. UU. Y el mismo Android, que es un sistema operativo móvil desarrollado por Google basado en el kernel de Linux y otros softwares de código abierto, no exige pago por su uso y, precisamente, gracias a que es libre se ha desarrollado superando a toda la competencia.

Es de sobra conocido, y quienes participan en ello lo admiten abiertamente, que, para empresas como Facebook, registrar patentes para protegerse de posibles “ataques” de otras compañías es una práctica común; es puramente especulativo. En otras palabras, con su enorme poder e influencia, patentan todo lo que pueden, incluso si no lo utilizan, únicamente para impedir que empresas más pequeñas desarrollen esas ideas y compitan con ellas.

Otra reacción insólita es la de algunos que proponen terminar con el monopolio de algunas redes sociales, por caso, Facebook, demandando al gobierno que la obligue a vender WhatsApp, Instagram y Messenger, entre otras medidas. Si falta competencia que no le hace bien a la libertad de expresión se soluciona al revés, no coartando sino dando más libertad eliminando las leyes de “copyright” para que surjan más competidores.

Por cierto, gracias a las “patentes” que benefician a empresas como Facebook o Microsoft, por caso, se formaron exageradas fortunas que no son propias de un mercado natural, sino el resultado de empobrecer al resto que debe pagar por ciertas ideas.

Alejandro A. Tagliavini
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