Domingo González: «La decadencia de un pueblo es también la decadencia de su inteligencia política»

Domingo Gonzalez. CEU

Interesante entrevista  al autor del libro SOBERANISMOS

LA GACETA conversa con el autor con motivo de la publicación de su reciente «Soberanismos» (CEU Ediciones, 2025)

En la estela de Altusio, teórico político del siglo XVII, alemán aunque en cierto modo españolizado, Domingo González ha escrito Soberanismos, un libro sobre la soberanía, uno de los conceptos cruciales de la política. Desde la antropología y la teología política, hasta el discurso cotidiano a ras de periódico, recorre su tradición, su crisis y su alternativa.

Discípulo de Dalmacio Negro, experto en René Girard y gran conocedor de la política francesa, Domingo González es hombre de elocuencia inigualable –como recordarán los oyentes del pódcast de culto La Caverna de Platón–. No se trata de la popular y tan española facundia,  sino de una rara precisión que obliga a mantener la atención.

Hay ahora, a la vez, soberanismos y crisis de la soberanía

Dice Carl Schmitt que la soberanía es un concepto frontera (Grenzbegriff). Permite distinguir la regla del derecho, pero también su excepción. La frontera que yo he intentado explorar es la que existe entre la ontología de lo político (lo que podríamos llamar la regla y la unidad de la experiencia política universal) y su historicidad (es decir, sus variaciones epocales en función de formas políticas y modos de pensamiento). También se apela a otra frontera, la que podríamos llamar embriogénica, porque lo político, decía Dalmacio Negro, nació del seno de lo sagrado. Lo político limita a un lado con la guerra y al otro con la filosofía, según Octavio Paz. Pero su partera es lo sagrado. Aquí los exploradores de abismos, como René Girard, pueden ayudarnos mucho. Con la soberanía retumban las palabras con las que Donoso Cortés abrió su famoso Ensayo: en toda gran cuestión política va envuelta una gran cuestión teológica.

¿Separó la soberanía, el concepto de soberanía, el mundo antiguo y medieval del moderno?

Aquí también la idea de frontera nos resultará útil. Como ha escrito Roberto Esposito, todo concepto político posee una parte iluminada, inmediatamente visible, pero también una zona oscura, que solo se dibuja por contraste con esa luz. La reflexión política moderna -añade-, deslumbrada por esa luz, ha perdido completamente de vista la zona de sombra que recorta los conceptos políticos y que no coincide con el significado manifiesto de estos. Este recordatorio es útil si hablamos de la idea de soberanía. ¿Es una idea política universal o un concepto moderno?

Asociamos la soberanía moderna a un pensador de frontera, Juan Bodino, a medio camino entre el mundo medieval y el moderno. Al leerle tenemos dos impresiones contrapuestas: la de que nos encontramos ante un pensador todavía medieval y la de que sin él no podríamos explicar nada de lo que sucedió después. En otro orden de cosas, podríamos decir lo mismo de Ockham, Escoto, Hobbes y compañía. Lo que sí es cierto es que la grieta que abrieron todos ellos no dejó de ensancharse, separando la tradición occidental de sus hijos adulterinos modernos. En lo que a la soberanía se refiere, esa fisura separa progresivamente a la soberanía moderna, vinculada al nominalismo antropológico y al nuevo modo cratológico de pensamiento, de la soberanía política tradicional, asociada a la imagen clásica del hombre como animal político y a la idea orgánica de comunidad.

Usted habla de dos soberanías

Eso es. Mi enfoque no es original pero sí me sigue pareciendo válido. Dalmacio Negro lo proponía en “La tradición liberal y el Estado”, al contraponer el modo de pensamiento tendencialmente artificialista que nace con el Estado a la verdadera tradición política occidental. Lo único que hago es desarrollarlo y aplicarlo a un caso concreto: la soberanía. Me parecía importante defenderla (hoy son muchos sus enemigos) sin asumir con ella los errores teóricos que se incrustaron en su formulación moderna. Bodino no inventa la soberanía, simplemente nos descubre su manifestación embrionaria estatal. Elías de Tejada consideraba a la soberanía de Bodino una de las fracturas del orden medieval, la fractura específicamente política. La mandíbula del tiempo ha consolidado esa escisión y arrastra sus defectos congénitos hasta hoy. Frente al concepto cratológico de soberanía, encarnado por Bodino, Altusio representa un contramodelo, el de la tradición política europea arrinconada por la presión de la estatalidad moderna y su modo de pensamiento.

¿Qué tiene de propiamente nuestra la soberanía de Altusio?

Altusio recoge una larga experiencia, y a diferencia de Bodino resume un depósito de siglos en vez de inaugurar un nuevo tiempo. Mientras que Bodino ninguneó a los autores españoles, Altusio los reivindicaba todavía casi un siglo después. Sánchez Agesta llega incluso a decir que simplemente glosó el pensamiento político español, a pesar de ser calvinista. Los autores españoles eran en esa época luz y guía para muchos europeos, también en el terreno del pensamiento político. Gonzalo Fernández de la Mora, que estudió a Altusio con detenimiento como exponente del organicismo político, recoge detalladamente las innumerables citas de pensadores españoles, desde Diego de Covarrubias a Vázquez de Menchaca, que se encuentran en su obra. La derrota de ese modo de entender la soberanía fue una grave capitulación intelectual. España sale de la historia, como dice Cioran, porque no propone ideas propias en la era moderna, antes bien, asume las extranjeras.

Personalmente, me parece difícil hacer patriotismo con ideas extranjeras, sobre todo si son ajenas o extrañas a nuestra tradición. Lamentablemente ha sido así en muchas ocasiones. No me mueve el chovinismo ni el anacronismo, pero sí la observación de que la decadencia de un pueblo es también la decadencia de su inteligencia política. La colonización política extranjera más eficaz es aquella que penetra, sin ejércitos, a través de las mentes y los corazones. No basta con defender la soberanía española. Hay que defender la idea española de soberanía. Reivindicar la idea española de soberanía es, en este sentido, una forma de resistencia al diktat uniformizador. En tiempos de batalla cultural, no debiéramos olvidar esta vertiente metapolítica.

Es, como usted la llama, una «soberanía derrotada»

Sí, y creo que esa derrota explica en parte el callejón sin salida al que nos ha conducido la soberanía estatal, incapaz de responder a los retos del presente. Un altersoberanismo genuino, especialmente en España, debería hacerse esas preguntas. Contamos con un depósito valioso que conserva cierta vigencia, y que la crisis actual podría reactivar. Al reivindicar a Altusio, demostramos que pensamos no solo en España, sino también en Europa. Si Felipe VI empalmara verdaderamente con el gran relato nacional, no vería en la deriva niveladora y centrípeta de la Unión Europea (la UERSS, como decía Dalmacio Negro) un proyecto valioso. Tampoco despreciaría, como lo acaba de hacer, a esas “voces peligrosas” que son solo un síntoma del desencanto y la protesta contra el caos, la incertidumbre y la tiranía antidemocrática del consenso. Sin duda, esas voces peligrosas están buscando una nueva idea de soberanía. Como decía el emperador Francisco José, la tarea esencial de un monarca consiste en defender a su pueblo contra el gobierno, y no al revés.

¿Fue la democracia orgánica un canto del cisne?

En parte sí. En todo caso demuestra que ese intento de recuperar nuestra tradición nacional, con los debidos ajustes y adaptaciones, seguía formando parte del empeño de muchos pensadores, a izquierda (recordemos el libro de Fernández de la Mora sobre los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica) y derecha. Ya sabemos a lo que conduce la democracia partitocrática.

Altusio fue un exponente exitoso de un tipo de democracia corporativa, escuela de ciudadanía y magisterio de un cierto realismo político llevado a la práctica. No ignoraba el conflicto, la democracia agonística, aquello que Maquiavelo llamaba la vía romana de la política, la que se nutre de sus propios conflictos para edificar el bien común en la ciudad. Nuestros antifascistas le reprochan al fascismo el ser una fábrica artificial de unanimidad, pero no detectan ese mal en la época de la corrección política y el gregarismo del consenso. División y unidad son dos exigencias que el monismo del poder no puede atender simultáneamente.

¿Pudo la Unión Europea haber tomado el curso de esa tradición imperial en lugar del macroestado supranacional que es?

Existió ese proyecto. Lo defendió, por ejemplo, Otto de Habsburgo. Una voz silenciada, supongo que también peligrosa. En todo caso, al exponerlo dejó sentir la voz de sus antepasados y de su estirpe. El único futuro esperanzador para una eventual Europa política es ese. Ciertamente, el ciclo histórico del Estado-Nación parece agotado. La Unión Europea solo pretende alargarlo mediante una desaforada extensión territorial y llevando al extremo el artificialismo político moderno. El Estado Minotauro expropió políticamente a la nación histórica. Ahora ese mismo Estado es expropiado (voluntariamente, esto es, “soberanamente”, harakiri que recuerda al de las Cortes franquistas) por ese engendro macroestatal de la Unión Europea, un Minotauro todavía más temible en sus instintos predatorios a pesar de su impotencia política. Herbívoro en un mundo de carnívoros, enano político y gusano militar, ni siquiera puede decirse ya que sea un verdadero gigante económico.  Lo peor, con todo, es que este Moloch es un agente activo del desfondamiento civilizatorio en el que estamos inmersos. En este regreso a la identidad que esas peligrosas voces quieren reivindicar hay quizá una esperanza. La de recuperar, a partir del actual vacío, nuestro modo de ser en todos los órdenes, también en el político. La recuperación de la vieja idea de soberanía devolvería a los europeos la iniciativa y la libertad política secuestrada por el Estado providencia, que hace de los ciudadanos meros demandantes de servicios públicos, discapacitados políticos y sociales.

Allí donde crece el peligro, crece también lo que salva. Política de imaginación, como demandaba Ortega, es lo que necesitamos. Mi esperanza y mi deseo es que ese soberanismo alternativo termine de cristalizar y que la tradición política española tenga algo, por fin, que aportar a ese autodescubrimiento histórico y político de una Europa que quiera volver a ser ella misma. Una Europa en la que podamos creer. ¡Bienvenidos los tiempos difíciles, porque harán la depuración de los que viven petrificados en el mundo postwestfaliano de la soberanía estatal moderna!

¿Por qué la soberanía se opone al bien común?

La soberanía estatal moderna (a diferencia de la hispánica y altusiana) se opone al bien común porque empieza por no reconocer ni el bien ni la comunidad. Su presupuesto es el nominalismo antropológico (que heredó de Ockham) y el voluntarismo teológico (que adoptó de Duns Escoto). Schmitt afirmaba con razón que los conceptos políticos modernos son conceptos teológicos secularizados. Cuando la soberanía, monárquica en origen, se vuelve democrática con la proclamación de la voluntad general rousseauniana entra directamente en una senda esquizofrénica. El pueblo, supuesto titular de la soberanía, queda anulado y engullido en las garras del monismo estatal. La Revolución Francesa solo supuso una radicalización del poder político moderno, que derribó en nombre de la legitimidad popular los últimos diques que lo contenían.

La soberanía moderna impugna la idea del bien común porque sustituye la visión clásica de una comunidad orgánica y finalista por una construcción individualista, atomista y voluntarista que niega la imagen griega del hombre como zoon politikon. En la tradición clásica, el bien común era el fin natural de la vida política: un bien que se compartía, que unía a personas y grupos en una comunidad orientada al perfeccionamiento humano. Sin embargo, la soberanía moderna, especialmente a partir de Hobbes, rompe este paradigma al concebir el poder como fruto de un contrato social entre individuos aislados, sin vínculos naturales ni fines comunes.

Esta nueva concepción se basa en una antropología del miedo y la desconfianza hacia el otro, lo que lleva a ver en los cuerpos intermedios (familias, corporaciones, comunidades) una amenaza y no una riqueza. Por eso el Estado moderno busca disolver estos grupos, impidiendo que germine la comunión que exige el Bien común. Decía Gustave Thibon que si las comunidades naturales han de renacer, será de abajo arriba, no de arriba abajo, a partir de un retorno a las fuentes profundas de la vida, frente al fracaso del Estado del bienestar.

El soberano moderno no está limitado por la razón ni por una finalidad objetiva: legisla solo desde la voluntad del poder y niega el Derecho en nombre de la legislación. Así, el poder ya no se ordena a lo justo y lo bueno, sino a la mera convivencia entre voluntades autónomas. En este marco, el bien común se vuelve ininteligible: ya no hay un fin compartido que una a la sociedad, sino una ficción de unidad basada en la voluntad general, que elimina la diversidad orgánica real de la vida social al imponer el frío esperanto del artificialismo estatal. Por eso, en el horizonte conceptual de la modernidad política, el bien común es imposible.

¿Es posible «una forma de entender la democracia que, sin negar la soberanía popular, reconozca la función propia del gobierno»?

Es aquí donde la tesis de Altusio me parece notable. Dalmacio Negro contraponía Estado y gobierno como dos modos de pensamiento. Mientras que el Estado en el fondo niega al gobierno salvo como el frío maquinista del aparato artificial del poder, la tradición del gobierno asume la distinción del mando y la obediencia y con ella la autonomía de lo político.

Se puede distinguir así entre una soberanía moderna, centralista, voluntarista y homogénea (representada por Bodino, Hobbes y Rousseau), y una tradición alternativa, como la de Altusio o la escuela hispánica, que vincula la soberanía al bien común, a los cuerpos intermedios y al principio de subsidiariedad. Esta tradición “derrotada” no niega la soberanía popular, pero tampoco la identifica con una voluntad general abstracta. Por el contrario, reconoce al pueblo como una realidad viva y plural que actúa a través de sus órganos e instituciones, y reserva para el gobierno una función diferenciada pero también vital y necesaria: la de dirigir, vigilar, urgir y castigar (como afirmaría la encíclica Quadragesimo Anno en 1931), en otras palabras, la función política del mando; en definitiva, guiar, coordinar y preservar el orden social sin absorberlo ni sustituirlo. Para Thibon, lo único que debemos pedir al Estado es que se retire lo suficiente para dejar a las comunidades germinar y florecer, y que intervenga solo para controlar y arbitrar. Pero eso implica renunciar a los esquemas contractualistas estatales, volver a la tradición del gobierno y a la afirmación de una idea dual de la soberanía, tal y como aparece en Altusio. Al igual que en Vázquez de Mella, se distingue aquí entre una soberanía social ascendente y una soberanía política descendente. Son compatibles y complementarias. La soberanía orgánica es plural y se dice de muchas maneras.

En este marco, el gobierno no es un simple ejecutor de una voluntad totalizante, sino un agente que ejerce el mando político con responsabilidad, guiado por la razón práctica, la prudencia y la orientación al bien común sin negar la conflictividad consustancial de la convivencia humana (es decir, la vía romana). Se trata de una concepción farmacológica del poder, que entiende la política como el arte de curar y equilibrar las tensiones sociales que nacen de los deseos y rivalidades miméticas de los que nos habla René Girard, y no como la técnica dirigida a imponer una uniformidad artificial, que es en definitiva la forma mentis del Estado. Gómez Dávila resumía la historia del Estado como “la transformación del aparato que la sociedad construyó para su defensa en un instrumento autónomo que la explota”. Buena parte de ese proceso de desposesión política se explica por el manto legitimador, la cobertura teológica secularizada que suministró la soberanía moderna.

Una democracia que respete la soberanía del pueblo sin caer en la disolución del gobierno implica el reconocimiento previo de la pluralidad orgánica de la comunidad, la delimitación de funciones políticas reales y la aceptación de una autoridad política que no se confunda con la comunidad. El mito rusoniano de la soberanía popular identifica al pueblo con el poder y termina disolviéndolo en él, despojándole de genuina representación y justificando en definitiva la deriva totalitaria del Estado, por mucho que se disfrace de “gobernanza”, eufemismo diseñado hoy para encubrir el déficit de legitimidad de las oligarquías apátridas y vagabundas que se esconden tras la máscara del ogro filantrópico dibujado por la propaganda de las instituciones vaporosas del globalismo. Afirmar al gobierno supone, por el contrario, afirmar y preservar su posición de alteridad, de jerarquía, y de responsabilidad en el mando político al servicio al bien común, como ejemplifica la metáfora clásica del capitán de la nave. No deja de resultar cómico, a este respecto, que Pedro Sánchez se haya adjudicado esa posición en una de sus últimas ruedas de prensa: “Soy el capitán del barco. Voy a tomar el timón”. Esto demuestra que la imagen clásica del gobernante conserva su autoridad en el imaginario colectivo, especialmente en tiempos de crisis.

El catedrático de derecho administrativo, Alejandro Nieto, mucho más lúcido que cualquiera de nuestros políticos, insistía en la idea del desgobierno de lo público en los tiempos actuales. Una fórmula brillante para definir la deriva a que conduce la confusión conceptual de la política moderna, abocada irremediablemente al motín como respuesta desesperada a una cleptocracia irresponsable que se siente impune, pues acostumbrada a robar legalmente ya ni siquiera parece conformarse con ese botín.

Como dice el historiador italiano Emilio Gentile en La mentira del pueblo soberano en democracia estamos hoy ante democracias meramente recitativas, un tipo de régimen político en el que se mantiene formalmente el discurso de la soberanía popular, pero en el que en la práctica el pueblo ha sido desposeído de toda capacidad real de decisión. En estas democracias se recita un viejo catecismo de legitimación democrática, como si el pueblo gobernara, pero ese poder efectivo ha sido secuestrado por elites o instituciones que simulan representar al pueblo sin escucharlo realmente. El lenguaje democrático sigue usándose, pero se ha convertido en una retórica hueca. Los ciudadanos creen participar, por ejemplo, mediante elecciones, pero en realidad están encadenados a un mito fundacional que alimenta la ilusión de controlar el poder. Se proclama que el pueblo hace la ley, pero en realidad la sufre. Esta dinámica genera una profunda crisis de legitimidad, alimenta la desafección política y explica fenómenos como la abstención o el auge de los populismos. Este último término, por cierto, ya denota el pánico de las elites ante los pueblos que dicen representar. La demofobia de los eurócratas se manifiesta particularmente en su neolengua. Nuestras democracias son ya catedrales sin creyentes.

Escribió Sheldon Wolin con gran agudeza que las grandes teorías políticas del pasado surgieron como respuestas a una crisis en el mundo. No se preocuparon de ofrecer imágenes que correspondieran como mano en guante a esos mundos deteriorados sino más bien representaciones simbólicas de lo que la sociedad sería si pudiera reordenarse. Así, en respuesta a la crisis y al actual estado de cosas, podría renacer la genuina soberanía de la tradición olvidada como terapia política encaminada a una completa reordenación civilizatoria.

¿Qué sería necesario añadir a la reacción populista occidental? ¿Un soberanismo que, mientras reivindica la soberanía, en cierto modo la reformule?

Es exactamente eso. El populismo es una reacción sana de autodefensa, inmunológica, en cierta forma solidaria del modo farmacológico de pensamiento propio de Grecia y Roma. Ser es defenderse, decía Maeztu. Pero esta reacción, necesaria, debe volverse orgánica y consciente. Muchos de los males del cuerpo enfermo de nuestras sociedades se explican por la soberanía estatalista incapacitante, que hace de todos nosotros súbditos pasivos aunque la propaganda estatal nos llame ciudadanos. La musculatura social se ha debilitado gravemente.

Al elaborar la teoría político-jurídica de la soberanía, Bodino había privado al hombre del derecho a decidir políticamente su destino. De ahí que Gómez Dávila afirmara con ironía que el Estado soberano es la primera victoria democrática. La tecnocracia ha acentuado estos males, extendiendo los ángulos muertos de la perspectiva política moderna. La brecha entre gobernantes y gobernados es ya un abismo y no queda palabrería ni retórica capaz de restaurar un diálogo entre ellos. Para devolverle la vitalidad a los pueblos europeos estos deben acabar con la expropiación silenciosa de las maquinarias del poder y recuperar las riendas de su futuro. Esto empieza por lo político. La divisa de Charles Maurras era el politique d’abord (política primero). Lo decía no en el orden de los principios (pues allí el espíritu y la cultura imponen la norma), sino en el de las prioridades y las urgencias. Aunque seamos hostiles a la fe de las religiones políticas, es preciso conservar una fe política esencial: la de que la restauración de una sana política podría revertir favorablemente el curso de las cosas, también en los demás órdenes de la vida colectiva. Para ello hace falta, lo decíamos antes, la “imaginación en política, el tiempo segundo de la partida”, como expresó en su día Rafael Sánchez Mazas. La imaginación no es la invención. Nuestros padres nos preceden y guían. Burke advertía de que “quienes nunca miran hacia sus antepasados nunca podrán prever el porvenir”.

Sería, al menos, ¿una vía alternativa para la Unión Europa?

Hay que decirlo claramente: la deriva de la Unión Europea ha matado a Europa, y lo ha hecho en el sentido freudiano de matar al padre. La verdadera Europa no es la de los eurócratas de Bruselas que solo sueñan con un Super-Estado poblado por almas muertas de ciudadanos intercambiables sin cuerpo ni alma, sin genuina comunidad histórica de destino. La prueba de este mal tan profundo es la actitud suicida ante la vida, desde el aborto a la eutanasia. La Unión Europea encarna a las mil maravillas la fusión entre el Big Brother (la fraternidad ideológica sin padres ni filiación, el legicentrismo autoritario, el terrorismo fiscal), el Big Mother (el totalitarismo suave, maternal y pedagógico contra las conciencias libres) y el Big Other (la victimolatría del multiculturalismo y el etnomasoquismo que odia nuestra tradición, identidad y raíces).

Europa no nació como una alianza comercial ni como una estructura de poder. La Unión Europea ha secuestrado la libertad política de los europeos y parece haber declarado la guerra a sus pueblos. La cultura europea hunde sus raíces en el relato bíblico original, el milagro griego, la aventura romana, la concepción cristiana y la libertad germánica. El continente parece ser el lugar de encuentro de estas visiones, que son a la vez distintas y conniventes, como ha escrito Chantal Delsol. Su propio genio se basa en la revuelta, la curiosidad, la libertad y la ironía: todas ellas expresiones del espíritu de la distancia. La cultura europea no venera, o si lo hace, se apresura a lanzar una mirada suspicaz y crítica sobre el objeto de su veneración. No se conforma con nada, y sin duda por eso las aventuras marítimas e intelectuales están tan estrechamente ligadas. Querer Europa es querer un futuro para esta tradición de irreverencia que hoy debe sublevarse contra el consenso tiránico de la corrección política. En este marco, la lucha por la soberanía es también la batalla por el genio y el espíritu de Europa, que se resiste a morir.

Por último, permítame una pregunta personal. Tras el trauma, ¿empieza ahora a sentirse el vacío dejado por Don Dalmacio?

Le creíamos eterno. Su ejemplo y su recuerdo nos anima a ser mejores. Dalmacio encarnó magistralmente la figura del sabio político español. Otra voz peligrosa, que nuestros compatriotas harían bien en escuchar. Su obra, aguda y penetrante, huele también a pólvora de insurrección. Con las armas de la inteligencia política hispánica y europea, recuperó y actualizó una tradición que parecía muerta, pero que las condiciones críticas actuales pueden revivir. Y solo donde hay tumbas puede haber resurrecciones.

Fuente:

https://ideas.gaceta.es/domingo-gonzalez-la-decadencia-de-un-pueblo-es-tambien-la-decadencia-de-su-inteligencia-politica/?scroll-event=true