Contamos desde dentro cómo se prepara para superar los obstáculos mentales la élite de la aviación militar española. Hablamos con el piloto Juan Bengoechea y con Enrique Cañete, quien volaba junto a Pablo Estrada el 4 de octubre de 2024 cuando un buitre chocó contra el F-18 de su superior. “Tuve cuatro segundos de ‘shock’”. 72 horas después ya estaba en el aire. Esa es su terapia: “Tiene que doler, es inevitable”

El capitán Enrique Cañete, piloto de caza y compañero de vuelo del teniente coronel Pablo Estrada, posa en la pista frente a un F-18 en la Base Aérea de Torrejón de Ardoz. ELENA IRIBAS

«Qué buen día hace hoy para volar, Kike». Esta frase ligera y casi cotidiana se le quedaría grabada a fuego al capitán Enrique Cañete. Fue la última comunicación que el aviador recibió por radio de su superior, el teniente coronel Pablo Estrada, minutos antes de que su caza impactara contra la montaña. El legendario piloto perdía la vida a los 49 años.
La instrucción que nuestros aviadores de combate reciben durante su formación no se limita a la resistencia física, el verdadero desafío es el adiestramiento mental que juega un papel primordial cuando hablamos de la élite de la aeronáutica militar de nuestro país.
Dominar el miedo, convivir con la incertidumbre y procesar la pérdida forman parte del día a día en una profesión que les obliga a vivir al límite. ¿Cómo se prepara la mente para gestionar el estrés, para seguir volando tras perder a un compañero o para convivir con la idea permanente del riesgo?
La mañana del 4 de octubre de hace justo un año, como tantas veces, Cañete y Estrada se encontraron en el Ala 12 de la Base Aérea de Torrejón de Ardoz. Estrada se fijó en un detalle insignificante: «Qué parche más chulo llevas en el mono». Enrique le entregó uno igual y Estrada, sonriente, se lo colocó: «Mira, así en el vuelo de hoy vamos iguales». Eran gestos sencillos, pero decisivos. El tipo de complicidad que convierte la cabina en un lugar humano y no solo técnico.
«Era como el aceite que engrasa el motor. Quien hace que todo funcione, que no rocen las piezas» recuerdan en su unidad. Siempre que se vuela con pilotos de mayor rango se tiende a ir con más tensión. Con un respeto y un cuidado superior. Pero Pablo lo desarmaba con cercanía: «Cuando volabas con él volabas con un compañero y eso en el aire lo es todo», dice Kike.
Camino a sus respectivos cazas, ambos rieron hablando del chemtrail (la teoría conspiranoica que sostiene que las estelas que dejan los aviones son realmente productos químicos con fines ocultos): «Tengo un amigo que siempre me dice este tipo de cosas, le encanta», le comentó Pablo irónico.
Ya en el aire, se adentraron en la ruta que debían trazar en las inmediaciones de Teruel. Durante un vuelo de baja cota a bordo de dos F-18, debían simular un ataque con bombas no guiadas. Este tipo de misiones de escasa altura se llevan a cabo en los meses en los que la presencia de aves no es alta, pero en esta profesión el riesgo nunca es cero. Minutos más tarde y como consecuencia del impacto de un buitre contra la cabina de Estrada, Cañete vio como el avión de su compañero se precipitaba y colisionaba contra el terreno: «Tuve 4 segundos de shock en los que verdaderamente te planteas si lo que acabas de ver es real», lamenta. Cuatro segundos de incredulidad que en cualquier otro contexto serían eternos. Para un piloto de combate, son todo el tiempo permitido antes de actuar.
«Elevé la altura de mi avión, no sabía si el teniente coronel había podido eyectarse y, en ese caso, no quería ser un factor de riesgo para el paracaídas», explica el aviador.
Kike, como es conocido en la unidad, llevó a cabo la comunicación pertinente para informar sobre la situación y se quedó en torno a una hora sobrevolando la zona tratando de localizar a Pablo en el terreno. Su mente funciona cuadriculada: disciplina primero, emoción después. Pero cuando aterrizó en Torrejón, la noticia fue devastadora. «Nada más bajarme del avión me dijeron que el teniente coronel Estrada había fallecido. No pude evitarlo, ahí sí me rompí», recuerda.
‘THIS IS THE WAY’
Cañete habla de su jefe como un referente vital: «Era un ejemplo de padre, de marido, de jefe y de persona. Nos enseñó el camino a seguir». La ironía del destino quiso que el parche que aquel día compartieron llevara bordada la frase This is the way («Este es el camino»).
Tras un episodio como este, la labor de los psicólogos militares resulta imprescindible. Los pilotos no sólo vuelven a volar por vocación, vuelven porque dejar pasar demasiado tiempo abre la puerta a miedos irracionales. «Determinamos si están capacitados para volver a pilotar de inmediato o si requieren un periodo de adaptación», explica Juan José Nogales, comandante y psicólogo militar. La rutina es clave, pero siempre priman las garantías de seguridad: «Si consideramos que el aviador no está preparado, le retiramos el permiso de vuelo. Es duro, porque privas al piloto de hacer lo que más desea, pero es necesario». Además, se analiza la situación personal en la que se encuentran. Pasar a su vez por un problema familiar puede ser un factor influyente.
Enrique cuenta como, tras el accidente en el que Estrada perdió la vida, su siguiente vuelo fue tres días más tarde: «Cuando miraba a mis compañeros volando en formación me volvía a la cabeza la imagen del avión de Pablo cayendo», asegura. La percepción del riesgo les cambia radicalmente. Durante semanas, este piloto evitó volar por debajo de los 500 o 700 pies de altura, a pesar de que las misiones rasantes se realizan a 300. «Necesitaba ese proceso de adaptación que sólo se consigue volviendo a pilotar» dice Cañete.
El sentimiento de culpa es otra sombra difícil de esquivar. Por su cabeza pasan miles de variantes: «¿Habré hecho yo algo mal?», se preguntaba Enrique. Son pensamientos inevitables que sólo se apaciguan con el tiempo. «Yo cogí todo ese dolor y esa frustración y lo metí en una cajita… Cuando terminas tu jornada profesional es cuando la abres e intentas gestionar ese duelo», dice. Y sentencia: «Tiene que doler, es inevitable. Si bloqueas las emociones, en algún momento estallas. Así es este trabajo y tienes que aprender a aceptarlo».
Para forjar esa resistencia psicológica existe un lugar clave: El Centro de Instrucción de Medicina Aeroespacial (CIMA), situado junto a la Base Aérea de Torrejón de Ardoz. Allí se enseña a los pilotos a reconocer los síntomas de la hipoxia, a escapar bajo el agua de una cabina inundada o a sumergirse enredado en un paracaídas que cubre toda la superficie de una piscina. Son pruebas que buscan llevar la mente a la frontera del miedo y el estrés para que, llegado el momento, la respuesta sea automática.
La planta más baja del centro alberga una de las pruebas más exigentes: llevar a los alumnos a un estado de hipoxia (la falta de oxígeno en el cerebro). Los pilotos entran en una cámara hipobárica que recrea las condiciones de presión y escasez de oxígeno propias de grandes altitudes (en torno a los 25.000 pies). «No sienten una sensación de ahogo. El aire entra y sale, pero con poco oxígeno». Explica la coronel médico Beatriz Puente Espada, directora del CIMA. «Es una sensación similar a una borrachera. Te empiezan a fallar las percepciones, miras a tus compañeros, pero puede que no los veas bien, las uñas se amoratan y te sientes eufórico», afirma. Durante el proceso los alumnos realizan unos test básicos: tachar letras determinadas en una frase, sumas simples o juegos geométricos. Deben saber identificar los síntomas de la hipoxia. El cuerpo les engaña, pero la mente ha de aprender a descifrarlo.
Nogales lo explica: «Tratar la mente de un civil frente a la de un militar tiene sus semejanzas y sus diferencias, asegura, al final el cerebro es el mismo, pero el contexto en el que se desarrolla su trabajo y las circunstancias en las que se ven envueltos son muy diferentes». La carga cognitiva a la que están sometidos estos profesionales es «abismalmente superior» a la de un civil, y, aun así, deben rendir siempre al 100% .
LA VERDADERA FUERZA MENTAL
El comandante jefe del 141 Escuadrón en Albacete, Juan Bengoechea, es uno de los pilotos de Eurofighter operativos de nuestro país. Capaz de llevar la aeronave a 1.500 Km/h y soportar la fuerza de 9Gs sostenidas en el tiempo, Bengo (como le llaman sus compañeros) va un paso más allá: la verdadera fuerza mental no viene sólo del entrenamiento, sino de la unidad de los propios compañeros. «Estamos viviendo lo mismo, llegamos a los mismos límites. Es imposible que alguien de fuera lo comprenda. Tu vida está en manos de la otra persona y, de igual manera, al revés. Esa unión es imposible de encontrar en cualquier otro aspecto de la vida», asegura.
Bengoechea acude al psicólogo para tratar sus problemas personales: «En el ámbito profesional creo que no podría comprendernos del todo» indica. Esta incomprensión se contrarresta con el apoyo de la unidad que funciona como una auténtica familia.
El perfil psicológico de estos pilotos es comparable profesionalmente con los cardiólogos según los especialistas: «Rozamos los extremos tóxicos de autoexigencia y responsabilidad. Al final estamos aquí por algo muchísimo más grande que nosotros mismos» asegura. La entereza y determinación mental debe sobreponerse a las circunstancias complejas que puedan llegar a atravesar. «El miedo a morir existe, pero es una parte inherente a mi trabajo. No puedo prescindir de ella. Además, toda la formación que recibimos está destinada a minimizar esos riesgos».
En la mente de estos aviadores debe primar la serenidad, y para eso están entrenados: «Si tienes cosas en la cabeza tienes que pararlas antes de volar, dice Bengoechea. Cuando pilotas tienes que estar al 100% a los mandos. El ruido para justo antes y vuelve justo después de pilotar. En vuelo tu cabeza está sólo a una cosa». Bengo atravesó un episodio complicado: Volando con un alumno el propio sistema de la aeronave se alteró, lo que debía medir la altura empezó a medir la velocidad, y el aparato que debía medir la velocidad empezó a marcar la altura: «Nada de lo que estaba viendo me cuadraba, dice.
No teníamos una referencia visual del terreno, volábamos entre nubes. Fue complicado, no estaba solo. Mis decisiones repercutían también en el alumno que volaba conmigo en la parte trasera. Pero la situación no te puede sobrepasar, te tienes que recomponer. Solucionar como puedas». Están educados para que la instrucción que han recibido los lleve a dar una respuesta correcta.
Los pilotos dejan paso a un estado de concentración absoluto en cuanto se ponen el mono de vuelo. Las emociones deben quedar al margen. «Soy mucho más frío cuando estoy pilotando», reconoce Bengo. Sin embargo, esa coraza no elimina la dimensión más íntima y humana de su profesión. «En el aire, asegura, no hay cabida a la soledad». Cada misión, cada despliegue, forma parte de una red en la que siempre se vuela acompañado, donde la vulnerabilidad existe, pero se comparte y se muestra sólo en la intimidad, nunca frente a los mandos de la aeronave.
LA PARADOJA
El conflicto moral que implica portar armamento letal también se asume con la misma convicción con la que se encara el riesgo físico. «Estamos legitimados para el uso de la fuerza y, en caso de necesitar emplearla, podríamos hacerlo. Lo que tiene que quedar claro es que siempre sería para evitar un mal mayor», sostiene el piloto. En esa balanza entre deber y humanidad, la convicción es firme: «Cada acción se enmarca en la defensa de la ciudadanía y de nuestros valores» afirma. El aviador lo resume con una paradoja perfecta: «Somos las personas menos bélicas, aunque muchos no lo comprendan. Se entiende mejor la labor de un policía o un bombero que la de un militar. A mí me encantaría que los ejércitos no fueran necesarios, pero esa no es la realidad. Por eso debemos asumir este papel de defensa y seguridad».
La disciplina que se imparte no elimina el miedo, pero aprenden a trabajar bajo su efecto y la instrucción que reciben no borra el dolor que sufren, pero lo transforma en fortaleza. Los pilotos de combate del Ejército del Aire y del Espacio son entrenados para volar sobrepasando los límites más extremos. Todo ello fruto de un sacrificio abrumador.

El comandante Bengoechea se prepara para el despegue. E.IRIBAS
«Daríamos la vida por la defensa de los ciudadanos y de nuestro país, dice Bengoechea, aunque no hay duda de que por cada compañero que muere, un poco de nosotros se marcha con él». Todos tienen la certeza de que su camino, como decía el parche que llevaba Pablo aquel fatídico día, está marcado por un deber que trasciende sus propios límites.
Por
Elena Iribas Olaortua
