Iñigo Castellano Barón yh Mazarfredo, C onde de Fuenclara , Presidente de la Asociacion de Amigos del Gran Capitan y colaborador habitual de la revista militares, publica el siguiente articulo en el digital www.laacritica.eu
«El siglo XXI ha producido más algoritmos que líderes, más gestos que gestas. Lo que fue virtud es ahora pose. Y el poder ya no se conquista: se okupa».
Vivimos un tiempo de mutaciones profundas. La política, otrora escuela de prudencia, razón y grandeza moral, se ha transformado en un escenario menor donde actores mediocres improvisan papeles que no comprenden. El siglo XXI no nos ha legado una generación de líderes, sino de okupas del poder, dirigentes sin visión ni sustancia, meros gestores de lo inmediato que practican la resignación como doctrina de Estado.
Biden, Trump, Von der Leyen, Sánchez, Macron, Scholz, Putin, Zelenski… Ninguno de ellos encarna el perfil del hombre de Estado clásico, aquel que unía inteligencia, coraje, virtud y propósito. Algunos parecen aferrarse al cargo como náufragos a la tabla; otros, atrapados en burbujas ideológicas, gobiernan de espaldas a la realidad. Y mientras tanto, el mundo se descompone por dentro. Europa, la vieja Europa, ha dejado de creer en sí misma. Hija de Atenas, Roma y Jerusalén —de la razón griega, la ley romana y la trascendencia cristiana— ha claudicado ante una forma de nihilismo sofisticado: la rendición de Occidente. Ha sustituido el ideal por la comodidad, la defensa por la concesión, la soberanía por la burocracia. Y sobre todo, ha renunciado a uno de sus pilares esenciales: la verdad como fundamento de la libertad. Entre la desmemoria y la sumisión, la crisis de liderazgo que denunciamos no es únicamente política. Es cultural, espiritual, antropológica. Europa se avergüenza de su historia, de sus mártires, de sus epopeyas y de sus héroes. En nombre de una tolerancia mal entendida, abre sus puertas al islamismo radical, a menudo financiado por potencias extranjeras que predican la sharía en barrios donde ya no ondea la bandera de la nación anfitriona.
El fundamentalismo islámico —no confundir con la fe musulmana, que merece respeto— avanza en las ciudades como una marea lenta pero constante. Se apodera del espacio simbólico y del jurídico. Las mezquitas se multiplican, mientras se cierran templos cristianos. Se silencia la campana y se tolera el muecín. Los políticos, por temor, cobardía o cálculo, miran hacia otro lado. La Europa que venció en Lepanto, en Viena y en Covadonga, hoy retrocede sin luchar, incapaz de reconocer que su supervivencia depende de su memoria.
El historiador Arnold Toynbee lo anticipó: Las civilizaciones no mueren por asesinato; se suicidan. Y eso está ocurriendo. El islamismo no vence por fuerza, sino por la debilidad moral de quienes no se atreven a defender su cultura.
Existe una nueva guerra de los recursos, una nueva lucha por la Tierra. A esta crisis ética se suma la emergente guerra por las materias primas y «Tierras Raras». África vuelve a ser tablero de juego, pero esta vez con nuevos actores. China compra tierras, Rusia busca puertos, Turquía exporta influencia religiosa. La energía se convierte en arma geoestratégica: el gas ruso, el coltán congoleño, el litio andino, el uranio nigerino. Los recursos ya no son bienes de intercambio, sino motivos de conflicto estructural.
Mientras tanto, Occidente legisla sobre el CO₂, prohíbe coches de gasolina y sueña con un ecologismo ilustrado que olvida que el mundo real aún es tribal, duro y despiadado. La lucha por el agua será, en décadas, más feroz que por el petróleo. Y la tecnología, lejos de ser un escudo de protección, será el campo de batalla.
La Tecnología puede acercarse a la autodestrucción: la profecía invertida. Se nos dijo que la tecnología nos haría libres. Pero estamos aprendiendo que puede hacernos prescindibles. La Inteligencia Artificial —esa criatura sin alma que ya supera al hombre en cálculo, memoria y estrategia— plantea un dilema ontológico: si ella lo hace todo mejor, ¿para qué seguir siendo humanos?
El progreso, sin alma, se convierte en amenaza. No se trata de ludismo ni de nostalgia romántica, sino de una advertencia con eco evangélico: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? (Marcos 8, 36). Si la IA es autónoma y el hombre pierde el control, se abre un camino donde el tecnocidio silencioso —el suicidio de lo humano por lo sobrehumano— se presenta como horizonte plausible.
El ser humano se convierte en su propio enemigo: aborta a sus hijos, elimina a sus ancianos, convierte las vacunas en sospechas y la salud pública en terreno de confrontación. No ya el Apocalipsis bíblico, sino el apocalipsis biológico, donde el hombre renuncia a su reproducción, a su permanencia, a su vínculo con la vida.
Del mismo modo, la tecnología artificial tiene ya un desarrollo exponencial de tal capacidad, que las máquinas llegarán a destruirse así mismas para salvarse de otras, y ello producirá el colapso final. Su final será más rápido que el de los humanos
El eclipse de la ética universal comienza a ser una más que preocupante realidad. Pero todo esto sería menos inquietante si existiera un marco ético capaz de ofrecer resistencia. Por el contrario, lo que vemos es la disolución del bien y del mal, la confusión sistemática entre derechos y deseos, entre libertad y capricho, entre justicia y revancha.
Los grandes referentes morales han sido arrinconados. La filosofía clásica, el cristianismo, la dignidad humana incondicional han sido sustituidos por una ética líquida —como decía Zygmunt Bauman— donde todo se relativiza y nada se defiende. En nombre de la tolerancia, se ha abolido el juicio. En nombre de la diversidad, se ha eliminado el mérito. Y en nombre del progreso, se ha perdido el alma.
La educación ya no forma ciudadanos, sino consumidores de emociones. La familia es cuestionada, el patriotismo denostado, la trascendencia ridiculizada. Es el ocaso del hombre digno y el amanecer del hombre ligero, volátil, entretenido, domesticado.
Pero aún hay esperanza… no todo está perdido. La historia no es lineal. Tiene sobresaltos. Y en los momentos más oscuros, han emergido testimonios inesperados. San Agustín escribió La Ciudad de Dios cuando ardía Roma. Solzhenitsyn redactó Archipiélago Gulag entre las sombras del comunismo. Vaclav Havel, el ex presidente de la república checa soñó con la libertad en una cárcel checa. Y la verdad, como escribió Chesterton, puede perder cien batallas, pero jamás pierde la guerra.
Hoy, cuando las instituciones se derrumban, la conciencia individual es el último bastión. Ser libre, pensar con rigor, vivir con virtud, ya es un acto de resistencia. Los jóvenes que rezan en silencio, los padres que educan en valores, los jueces que no se venden, los profesores que enseñan con pasión, son los nuevos héroes. Discretos, anónimos, pero reales.
El mal avanza donde el bien calla. Y cada acto moral, por pequeño que sea, es una victoria en este combate por el alma del mundo.
Rearmarse moralmente. Leer a los clásicos. Reconocer la belleza. Recuperar el esfuerzo. Defender la vida. No pedir permiso para pensar. Volver a llamar bien al bien y mal al mal. Y sobre todo, creer que el hombre no ha sido creado para el olvido, sino para la grandeza.
Sólo así recuperaremos el liderazgo, no como ambición de poder, sino como servicio a la verdad. Porque el verdadero líder no es el que manda, sino el que guía. Y para guiar, hay que tener una meta. Esa meta no puede ser otra que la restauración del alma humana.
La filósofa norteamericana Hannah Arendt escribió que el mal no siempre aparece con rostro monstruoso. A veces tiene la banalidad de una oficina, de una pantalla, de una ley tibia. También el bien se presenta con ropaje humilde: un gesto, una palabra, una coherencia silenciosa. Entre ambos extremos se juega el destino de este siglo.
No sabemos si el futuro será distopía o renacimiento. Pero lo cierto es que sin líderes, no hay esperanza. Y sin esperanza, no hay civilización.
Por eso, aunque suene paradójico, hoy más que nunca necesitamos profetas. No visionarios esotéricos ni charlatanes de red social, sino profetas del bien, hombres y mujeres que —como Isaías, como Sócrates, como Teresa de Calcuta— digan la verdad, aunque duela, y la vivan, aunque cueste.
Porque si algo nos salvará, no será la técnica ni el dinero ni las encuestas. Será la virtud la que forje al líder verdadero. La que despierta el alma dormida, la que incluso en el ocaso sepa esperar la aurora.
Iñigo Castellano y Barón