El digital La Critica publica, en su numero de hoy, el siguiente articulo de Iñigo Castellano y Baron, Conde de Fuenclara y Presidente de la Asociacion Española de Amigos del Gran Capitán, habitual colaborador de nuestra revista MILITARES
El socialismo y su fénix: renacer a la sombra de Franco
Durante los cuarenta años del régimen, el socialismo español —ese que hoy presume de agallas, memoria y superioridad moral— se asemejó más bien a un turista ideológico en temporada baja. Como bien titula en una de sus varias y documentadas obras el militar y escritor Enrique D. Martínez-Campos, fueron «cuarenta años de vacaciones», y no precisamente en la clandestinidad. Mientras los comunistas se jugaban el pellejo en sótanos mal ventilados y prisiones oscuras, los socialistas, salvo excepciones fugaces y algo estéticas como el profesor Tierno Galván, aparecían en la oposición como esos cometas que emocionan por su rareza y por lo rápido que se esfuman.
Ese socialismo de entonces —silencioso, prudente hasta el disimulo, equidistante entre la ley y su vocación de orden nuevo— no tenía aún la sofisticada narrativa que hoy exhibe. No podía permitirse demasiadas gesticulaciones, no fuera a ser que alguien poco ducho en filología marxista le tomara en serio. El socialismo jugaba a la equidistancia: ni rompía con el régimen ni apostaba abiertamente por la legalidad franquista. Un discreto silencio, adornado con retórica futura. Mientras tanto, se incubaba una combinación de populismo ilustrado y utopismo igualitario que, con los años, daría paso al actual wokismo de diseño, en alianza con agendas internacionales y ministerios de lo simbólico. Así se creó un socialismo de segunda generación: más simbólico que ideológico, más retrospectivo que propositivo.
El PSoe fue construyendo su relato a plazos, con financiación emocional a cargo del porvenir, mientras sus fundaciones aún no sabían si leer a Marx o a Kant o seguir esperando a que escampara. Pero llegó la Transición, y con ella la necesidad de tener pasado. Y aquí es donde el alma socialista —tan hábil para la reinvención como para la equidistancia— echó mano de un viejo truco de ilusionista: construir retrospectivamente una oposición heroica. Y para ello, no había nada mejor que un antagonista colosal, un villano a la altura de la epopeya: Franco. Así nació el «socialismo renacido». No el que luchó, sino el que resucitó cuando el dictador ya estaba bien muerto y embalsamado. Sin correr riesgos, pero con discursos inflamados.
De Zapatero a la Agenda 2030: el legado del antifranquismo póstumo. Fue con José Luis Rodríguez Zapatero —ese político de verbo blando, gesto piadoso con cara de bobalicón inglés, pero alma de faquir cuando se trataba de clavar clavos en la historia— cuando el socialismo encontró su tabla de salvación en el pasado. Franco, a quien habían esquivado durante años como quien evita al cobrador del frac, pasó a convertirse en el tótem negativo que justificaba todas las políticas presentes y futuras. Memoria histórica, leyes ad hoc, tumbas abiertas, placas arrancadas y estatuas derribadas con la misma pasión con la que antaño se buscaban enchufes en los ayuntamientos.
Y no es que se trate de un fenómeno aislado. El socialismo moderno —ya no marxista, sino «progresista», «woke», «sostenible» y demás adjetivos a demanda— necesita causas morales más que soluciones prácticas. Y la figura del dictador, convenientemente revivida cada cierto tiempo, sirve como combustible ideológico de primerísima calidad. No importa que las nuevas generaciones no sepan qué fue el Movimiento, ni qué significaba ser un «niño de la OJE»: lo importante es tener un enemigo retroactivo al que cargarle las culpas del presente. El pasado, convenientemente troceado y reeditado, se convirtió en espectáculo de Estado. Franco, tan inmóvil en su tumba, pasó a ser un personaje recurrente del prime time político. Nunca un cadáver generó tanto contenido. Sobre esto recientemente publiqué un artículo titulado: «lo que dan de sí los muertos». No estaba en un error.
La paradoja —y aquí la ironía se impone con la lógica de lo grotesco— es que el mismo socialismo que invoca cada día el espectro del franquismo para renovar su superioridad moral, no tuvo reparos en aceptar hace apenas unas semanas, por el propio expresidente Zapatero, la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort, instituida por el mismísimo general Franco. Sí, el mismo al que Zapatero ha combatido con la intensidad de un médium indignado, logró que su distinción le llegara no por méritos jurídicos inapelables, sino por la devoción ministerial de un Gobierno que confunde el Consejo de Ministros con un club de fans.
La tragicomedia jurídica del presente: Franco premiando a Zapatero. Claro que hay algo casi poético en la escena. Un socialista que desprecia al franquismo recibiendo una medalla franquista, otorgada por un ministro de justicia, que ostenta el cargo de Canciller de la Orden, que se aprovecha del Real Decreto-Ley para encontrar el refrendo del Rey. Lo que en otro tiempo habría provocado escándalo o rubor, hoy apenas despierta cejas. Porque vivimos en la era del relativismo con sonotone, donde todo puede reinterpretarse siempre que se acompañe de una pancarta multicolor o una referencia al cambio climático.
Lo verdaderamente admirable, en este ejercicio de prestidigitación moral, no es que Zapatero haya aceptado la distinción (para eso están los asesores), sino que lo haya hecho sin el menor atisbo de contradicción interna. Lo que para otros habría sido una ocasión para el pudor o incluso para el rechazo digno, en su caso fue una apoteosis de coherencia líquida: el mismo hombre que asentó los pilares para que su sucesor desenterrara a Franco para exorcizar al pasado, acepta una condecoración creada por aquél como quien recoge un Oscar a la mejor interpretación del revisionismo. La impudicia del ministro de Justicia, se alía con la falta de rubor del galardonado, y entre ambos fabrican un episodio digno del teatro del absurdo, si no fuera porque es real.
Y aquí radica el núcleo de nuestra ironía nacional. En España, la memoria no sirve para recordar, sino para justificar. La historia no es un espejo, sino un trampolín. Y el socialismo postfranquista, lejos de construir una alternativa ética o institucional sólida, ha preferido nadar en las aguas cálidas de la nostalgia oportunista. Franco —pobre hombre, tan quieto y tan útil— ha sido convocado más veces en los mítines del PSoe que en los rosarios de la Fundación Francisco Franco. Y eso, hay que reconocerlo, tiene su mérito. En este año que corre, se han convocado multitud de actos para recordar que Franco ha sido la salvación del socialismo. No hay en ellos concurrencia de gentes, pero no importa: el mundo líquido, el que se diluye como fluido sin que nada sólido permanezca, es la imagen de un PSoe en putrefacción.
Pasamos del socialismo de barricada al de hemeroteca. España, país de paradojas, ha logrado que el socialismo antifranquista lo sea a toro pasado. Ni clandestinidad, ni cárcel, ni destierro. Bastó con esperar a que el dictador muriera plácidamente en su cama, y entonces —solo entonces— empezar a construir un relato de resistencia que nunca fue tal. El PSoe no combatió el franquismo; lo heredó. Y sobre ese legado, construyó un edificio de mármol pulido, con leyes de memoria, subsidios a la emoción y medallas que aún huelen a naftalina.
Tal vez por eso, la mayor heroicidad del socialismo español no ha sido resistir al régimen, sino convertir su ausencia en narrativa épica. Una épica sin pólvora, sin exilio, sin riesgo, y con una infalible capacidad para otorgar medallas. En definitiva, el alma socialista renació tras la muerte de Franco, pero no para vengarse de él, sino para vivir de él. Con decoro si es posible, con ironía si no queda más remedio. Como quien redecora la casa del abuelo fallecido para alquilarla a un mejor postor.
Aquí no hablamos solo de incoherencia. Hablamos de un modo de hacer política en el que el pasado no es una lección, sino un recurso. El PSoe moderno no necesita combatir a Franco: le basta con invocarlo. Lo hace como quien saca un tótem del armario cada vez que hay que legitimar una ley discutida o camuflar un fracaso presente. En este relato, la ausencia de Franco es el oxígeno del socialismo. De ahí que el anti franquismo actual, más que una convicción, sea una fórmula rentable: sirve para cohesionar al electorado, desviar responsabilidades y revestir de épica las carencias.
En definitiva, la resurrección del alma socialista no es tanto un fenómeno ideológico como una coreografía de la posverdad. Una danza entre el pasado convenientemente editado y el presente necesitado de relato. Franco —tan ausente como presente— es el comodín perfecto. Se le desentierra, se le maldice, se le menciona… pero nunca se le deja ir. Porque mientras Franco siga en campaña, el socialismo también. Y a esta danza del relato se suma una generación de militantes de salón, cuya épica consiste en indignarse por Twitter, marchar los domingos con pancarta reciclada y demandar justicia universal desde el confort del aire acondicionado. El turismo revolucionario del presente se compone de causas globales, siglas impronunciables y enemigos de alquiler. Ya no hace falta jugársela: basta con señalar al pasado.
Y así, entre medallas de origen franquista, ministros sin rubor, y presidentes condecorados sin memoria, España continúa su tragicomedia ideológica. Un país donde renunciar a una distinción puede ser un acto de decoro, pero aceptarla con naturalidad… es todo un arte.
Íñigo Castellano y Barón
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