Iñigo Castellano y Barón, colaborador habitual de la revista MILITARES publica en el digital La Critica. el siguiente articulo en el que analiza los ciclos históricos por lo que Europa ha pasado desde sus orígenes cristianos haste la actual secularización.
Europa no debe olvidar su alma.
En un artículo anterior en este mismo diario, hice una denuncia sobre la quiebra moral de Estado y especialmente de su parlamento. Hoy es una reflexión, no una declaración de fe; es un análisis de los ciclos históricos por los que la civilización occidental ha transcurrido.
Al caer la tarde, una catedral europea permanecía en penumbra. Los vitrales teñían el suelo de colores serenos, y el silencio parecía custodiar siglos de plegarias. Aquella arquitectura, levantada para elevar el alma hacia Dios, seguía apuntando al cielo con una belleza intacta. Pero dentro apenas había presencia humana. Unos pocos visitantes, más atentos a la fotografía que al misterio, recorrían el templo sin advertir que pisaban el corazón espiritual de una civilización. La imagen resultaba reveladora: un lugar construido para la eternidad, pero ahora casi vacío. Esa catedral silenciosa y deshabitada se alzaba como símbolo de Europa: espléndida aún, pero interiormente desocupada; iluminada por una luz que persiste, aunque ya no reconocida. Porque el continente que dio sentido a la dignidad humana, al derecho, a la belleza y a la libertad, comenzó a perder su alma cuando olvidó la raíz que lo sostuvo: su fe cristiana..
Europa construyó su identidad sobre la convicción de que cada persona posee una dignidad inviolable, no por utilidad social ni por consenso humano, sino por haber sido creada a imagen de Dios. De ahí brotó el reconocimiento del otro como hermano, la defensa de los más débiles, la hospitalidad, el perdón como fuerza transformadora y la libertad interior que llevó al ser humano a buscar la verdad. Esta visión no fue una teoría abstracta, sino el fundamento espiritual que permitió que Europa alumbrara universidades, hospitales, instituciones de ayuda, arte sacro, pensamiento filosófico, ciencia abierta a la pregunta por el sentido y un concepto de ley que limitaba el poder y protegía a la persona. Cuando la fe cristiana se hizo cultura, Europa se convirtió en una civilización. Pero cuando dejó de nutrirse de esa raíz, comenzó a vaciarse.
El olvido de esa herencia no se produjo de un día para otro, ni puede explicarse solo por el avance de la secularización. El fenómeno es más profundo: consiste en haber desligado los frutos del árbol que los hizo posibles. Europa intenta conservar la dignidad humana, los derechos, la libertad y la justicia social sin reconocer el humus espiritual que los originó. Pretende mantener los valores cristianos sin Cristo, la moral sin trascendencia, la justicia sin verdad y la solidaridad sin sacrificio. Sin embargo, desligados de su raíz, esos valores se debilitan, se deforman o se vacían. Lo que fue libertad se transforma en capricho individualista; lo que fue caridad se reduce a un eslogan emocional; lo que fue conciencia moral se disuelve en relativismo; lo que fue esperanza se sustituye por entretenimiento o técnica.
El cristianismo no fue sólo una religión: fue el código moral de la civilización europea. De su raíz brotó el pensamiento que dio sentido a la justicia, al deber y a la libertad. La Escuela de Salamanca, en pleno siglo XVI, formuló con claridad lo que hoy llamamos derechos humanos. Francisco de Vitoria, Domingo de Soto o Suárez supieron armonizar la fe con la razón, la ley con la conciencia, la autoridad con la moral. Desde las aulas del convento salmantino se pensó el mundo, y se hizo con profundidad teológica y sentido universal. Allí se discutía sobre la licitud de la guerra, la legitimidad del poder político y los derechos de los pueblos indígenas mucho antes de que las naciones modernas soñaran con cartas de derechos.
La crisis que atraviesa Europa no es únicamente religiosa. Es espiritual, cultural, educativa, demográfica y moral. Se expresa en la pérdida de sentido, en la disgregación de la vida familiar, en la soledad creciente, en la fragilidad afectiva, en el desplome de la natalidad, en el desconcierto antropológico y en la incapacidad para transmitir un legado a las nuevas generaciones. Son síntomas visibles de una enfermedad interior. Como advirtió Benedicto XVI, «cuando la fe se convierte en cultura, crea civilización». Me viene a la memoria una cita de la escritora italiana Oriana Falacci, proscrita y autoexiliada en los EE.UU. durante largo tiempo, cuando advertía en uno de sus muchos escritos al hablar del Islam: « ¿Qué religión es aquella, que sólo produce religión? Pero cuando esa fe deja de inspirar la cultura, la civilización pierde su sustancia, aunque conserve su apariencia. Europa vive hoy de inercias, como un cuerpo que aún camina, pero cuyo corazón se ha debilitado. San Juan Pablo II advirtió con lucidez: «Una Europa que reniegue de su pasado cristiano abre la puerta a un futuro en el que ya no se reconocerá a sí misma».
La civilización europea se ha ido vaciando a medida que ha sustituido la fe por la ideología. Las catedrales ya no se llenan, y en su lugar prosperan los templos del consumo. El ocio se ha vuelto religión y el deseo, dogma. Se predica la libertad sin responsabilidad, la igualdad sin mérito, la felicidad sin esfuerzo. El hedonismo, disfrazado de progreso, ha hecho creer al hombre moderno que no necesita redención, sólo entretenimiento. Pero una sociedad que ya no distingue entre el bien y el mal termina por no distinguir entre la vida y la muerte. Los datos son elocuentes. Según el Instituto Nacional de Estadística, el suicidio es hoy la primera causa de muerte no natural en España. En 2023 se registraron más de 4.200 suicidios, y la franja que más crece es la de los jóvenes entre 15 y 29 años. Jamás en nuestra historia reciente hubo tantos adolescentes que renuncian a vivir. Paralelamente, se hunde la natalidad: el país cerró el año con menos de 320.000 nacimientos, la cifra más baja desde que existen registros. Mientras se multiplican las campañas de «autoestima» o «salud emocional», se reduce drásticamente la práctica religiosa: apenas el 16% de los españoles acude ya a misa dominical. Hemos querido reemplazar la fe por el bienestar y el resultado es una generación sin esperanza.
El mal existe, aunque el mundo moderno haya preferido reducirlo a una categoría psicológica. El bien también existe, pero exige esfuerzo, disciplina, oración y humildad. No hay equilibrio posible sin referencia al Absoluto. Cuando Dios desaparece de la vida pública, el Estado se hace dios, y la conciencia individual pierde su norte. Lo advirtió Solzhenitsyn en Harvard (1978): «El declive del valor del hombre occidental comenzó cuando perdió su sentido de lo sobrenatural.» Ese diagnóstico, tan incómodo entonces, suena hoy como un epitafio. Y, sin embargo, aún hay una verdad que nadie se atreve a pronunciar: mientras el hombre no pida sinceramente la presencia de Dios en su historia, las guerras y la destrucción están aseguradas. Podrá hablarse de diplomacia, de progreso o de sostenibilidad, pero si el corazón humano sigue vacío de fe, volverá a repetir los mismos errores. Lo que parece escandaloso decir hoy —que la paz comienza en el alma reconciliada con su Creador— es, sin embargo, la única certeza que la historia confirma.
Una reconstrucción ética y moral exige transmitir a las nuevas generaciones el legado espiritual que recibimos. Educar no consiste en neutralizar la fe, sino en ofrecer a los jóvenes la posibilidad de conocer la verdad que dio forma a nuestra cultura. No se trata de imponer, sino de no ocultar. Una generación que ignora su herencia queda desarraigada y vulnerable. La enseñanza del cristianismo no es un accesorio de la historia europea, sino la clave para comprenderla. Privar a los jóvenes de esa memoria es despojarlos de su identidad. Europa solo podrá reencontrarse cuando la fe cristiana vuelva a dialogar con la inteligencia, la educación y la vida pública con respeto, libertad y verdad. Este renacimiento espiritual no requiere grandes gestos visibles. Comienza en lo pequeño, en lo íntimo, en lo cotidiano: en familias que viven la fe con sencillez, en comunidades que oran y ayudan, en escuelas que enseñan a pensar y a amar lo verdadero, en cristianos que dan testimonio sin estridencias, con coherencia y alegría. No hace falta que sean muchos; basta que sean fieles. La historia demuestra que la luz se enciende siempre desde pequeños focos que, con el tiempo, iluminan ciudades enteras. El cristianismo no se impuso nunca por fuerza, sino por atracción de la verdad y del amor.
No se trata de oponer la Iglesia al progreso, sino de recordar que sin alma el progreso se convierte en vacío. C. S. Lewis lo expresó con claridad: «Abandonamos lo que nos hizo, y ahora no sabemos quiénes somos». Ese olvido, sin embargo, no es definitivo. Europa puede volver a reconocerse si mira con verdad su historia y escucha la voz que aún resuena en sus catedrales, en sus obras de arte, en sus santos y pensadores, en la conciencia que despierta cuando el ruido se acalla. Una democracia sin moral no puede sobrevivir. Como escribió Benedicto XVI en el Bundestag alemán (2011): «El éxito de una democracia depende de las convicciones morales que la sostienen. Si se separa la política de la verdad, la política se convierte en una empresa destructiva.» Esa advertencia, ignorada entonces, resuena hoy como profecía cumplida.
La catedral casi vacía al caer la tarde no es una tumba del pasado, sino una llamada silenciosa. Aún guarda la luz, aún custodia la presencia, aún espera. No es un símbolo de derrota, sino de esperanza: permanece en pie para cuando Europa decida regresar. Porque la fe que la levantó no ha desaparecido; permanece viva, aunque muchos no la reconozcan. Europa podrá renacer cuando deje de avergonzarse de Cristo y comprenda que su mayor fuerza no fue nunca su poder, sino su alma. Si vuelve a esa raíz, no repetirá su historia, sino que la transfigurará. Si abraza de nuevo el Evangelio, no perderá modernidad, sino que recuperará humanidad.
No es tarde. La noche cultural que atravesamos no es definitiva. La luz no se ha extinguido, solo está oculta. Esa catedral vacía puede llenarse de nuevo, no de visitantes indiferentes, sino de hombres y mujeres que descubran la alegría de creer, la libertad de amar el bien y la belleza de saberse hijos de Dios. Europa será de nuevo hogar si vuelve a abrir su alma a la verdad y al amor que la hicieron nacer. Y entonces, quizá un día, sus catedrales volverán a resonar con vida, oración y gratitud, como anuncio de un renacimiento que no vendrá de la política ni del mercado, sino de la fuente donde todo comenzó: Cristo, que dio a Europa su alma y puede devolverle su futuro.
El camino de vuelta no será político, sino moral. Exigirá recuperar el sentido del bien y del mal, de la culpa y del perdón, de la trascendencia y del servicio. Exigirá, sobre todo, recuperar la noción de virtud, palabra proscrita en las aulas y despreciada en los foros. La virtud no es un adorno del alma, sino su armazón. Sin ella, la inteligencia se vuelve soberbia y el poder, corrupción.
Europa se salvará, no por su economía ni por sus ejércitos, sino por sus santos. Los santos fueron siempre la reserva moral de la civilización. Y cada generación que creyó perdida encontró en ellos la esperanza. Quizá este siglo XXI necesite menos tecnócratas y más santos. El diagnóstico es duro, pero la esperanza permanece. Dios no ha desaparecido: lo hemos silenciado. Basta con escucharlo de nuevo. Si Europa vuelve a mirar al cielo, si España recuerda que su historia fue inseparable del Evangelio, aún hay futuro. El alma de Occidente no está muerta: está dormida. Y sólo el bien, sostenido por la fe, podrá despertarla. Porque una civilización sin Dios puede sobrevivir algún tiempo, pero está condenada a pudrirse por dentro. Cuando todo se mide en dinero o poder, la felicidad se vuelve imposible. Quizá sea esa la última gran lección de la historia: que cuando los imperios se desmoronan y los templos se vacían, la fe —si es auténtica— siempre vuelve. Y volverá.
Iñigo Castellano y Barón
