La decadencia de Occidente. Fernando del Pino Calvo-Sotelo

La caida del Imperio Romano. Thomas Cole.1836

 

 

En las últimas décadas los países occidentales han tendido hacia un menor crecimiento económico, un mayor endeudamiento y una creciente desintegración familiar y social, como muestran una variedad de indicadores. Por lo tanto, la apreciación subjetiva de que vivimos una época de cierta decadencia está refrendada por la evidencia.

La pérdida de valores es patente tanto en la esfera privada como en la pública, como lo es el aumento de familias destruidas y la correspondiente disminución de felicidad individual. Asimismo, se constata una falta de cohesión social que promueve los conflictos internos, una irritación creciente ante la percepción de que el sistema no funciona y un empobrecimiento encubierto bajo las irreales estadísticas oficiales.

Por último, el Estado y su maquinaria burocrática gozan de un poder desorbitado que ha crecido de forma paralela a la tremenda disminución de la libertad personal de los ciudadanos, hoy claramente inferior a la que disfrutábamos hace cuarenta o cincuenta años (también en España).

A lo largo de una serie de cuatro artículos, que amplían el texto de una conferencia que pronuncié este verano, intentaré dar luz sobre este asunto, que suele pasarse por alto en el debate público.

Los Cinco Experimentos

¿Estamos mejor o peor que hace cincuenta años? ¿Qué está ocurriendo en Occidente? ¿Qué ha cambiado? Fundamentalmente, lo que ha cambiado es que las sociedades occidentales están llevando a cabo cinco experimentos, idea que concebí por primera vez en una charla que di en Inglaterra hace una década, pero que nunca había sido corregida ni publicada en español.

Un experimento significa probar las virtudes y propiedades de algo para ver si funciona bien o mal. El problema es que estamos llevando a cabo dichos experimentos sin ser conscientes de que se trata solamente de eso: experimentos. No estamos juzgando si funcionan bien o mal, sino que los consideramos avances axiomáticos de la civilización, es decir, “progreso”, esa palabra fetiche. Sin embargo, como dijo Churchill, «por muy hermosa que sea la estrategia, de vez en cuando habrá que observar sus resultados». Eso es lo que pretendo hacer.

El primer experimento: el Estado Leviatán

El primer experimento es el Estado Gigante o Estado Leviatán, en acertada expresión del profesor Dalmacio Negro. Poca gente es consciente de hasta qué punto el tamaño del Estado que hoy tomamos como normal es una anomalía histórica.

Midamos el tamaño del Estado por las cifras de gasto público. Hasta principios del s. XIX, el gasto público en los países occidentales oscilaba entre el 5 % y el 7% del PIB, y la mitad era gasto militar; a principios del s. XX el gasto público seguía siendo inferior al 10 % del PIB, incluyendo los países nórdicos, hoy conocidos como paradigmas del Estado de Bienestar. Pues bien, hoy el gasto público en Europa se acerca al 50% del PIB, lo que significa que se ha multiplicado por diez en dos siglos.

Los impuestos elevadísimos: otra novedad histórica

Este gasto público se ha financiado, en primer lugar, con impuestos, arma coercitiva-extractiva del Estado cuyo componente principal son los impuestos permanentes sobre la renta. Este es también otro invento reciente que ha acompañado a la creación del Estado Leviatán. De hecho, el primer impuesto permanente no se introdujo hasta 1842 en Gran Bretaña, mientras que EEUU, Francia, Alemania y otros no lo introdujeron hasta 1913 y 1925. España no tuvo impuesto de la renta permanente hasta 1932, y Suiza no ha tenido un impuesto federal sobre la renta permanente hasta 1983. En términos históricos esto es el equivalente a ayer mismo.

Cabe destacar que, al principio, los tipos impositivos sobre la renta oscilaban entre el 1 % y el 7 % de los ingresos anuales (como fue el caso de España en 1932). Hoy en día no es raro encontrar tipos impositivos marginales sobre la renta del 50%, que se toman como “normales” (debe mencionarse que los países anglosajones tuvieron tipos marginales aún más elevados en algunos años de la segunda mitad del s. XX).

El expolio fiscal no se limita al impuesto sobre la renta, sino que se completa con una miríada de impuestos directos e indirectos a los que se aplican retenciones y fechas de pago distintas para que el nivel abusivo de fiscalidad pase desapercibido. Sumando todos ellos, a cada trabajador español los impuestos le quitan de media un 65% de lo que gana: dos de cada tres euros son robados por el Estado ante la extraña pasividad de la población (robar: «quitar o tomar para sí con violencia o fuerza lo ajeno»).

La vocación totalitaria del Estado de Bienestar

La excusa creada para justificar este expolio es el llamado Estado de Bienestar, que Peter Sloterdijk denomina «Estado Impositivo», y Gustave Thibon, de forma aún más acertada, “Estado Vampiro”. Naturalmente, cualquier sociedad que aspire a llamarse civilizada tiene el deber moral de cuidar de los más débiles, de aquellos que no pueden valerse por sí mismos, ya sea de forma temporal o permanente. Sin embargo, los más débiles, por definición, son una minoría, y las minorías interesan poco al Estado de Bienestar, que es un concepto político.

El Estado de Bienestar o Estado Vampiro no persigue acabar con la pobreza, sino dar más poder a la clase política utilizando como coartada fines supuestamente benéficos. Conceptualmente, se basa en un fraude, pues promete una seguridad ficticia a cambio de algo muy real: nuestra libertad, que siempre cuenta —pobrecilla— con menos defensores de lo que parece. En efecto, libertad conlleva responsabilidad, esfuerzo, tomar decisiones, equivocarse y asumir las consecuencias, y puede llegar a dar miedo, lo que es hábilmente explotado por la clase política.

Esta naturaleza ambivalente de la libertad (atracción/rechazo) no es nueva, precisamente. El libro del Éxodo ―escrito hace 3.500 años― narra cómo el pueblo judío murmuró contra Moisés a pesar de que éste acababa de liberarles de la esclavitud: «¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos alrededor de una olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos!» (Ex. 16, 3). Éste era el valor de la libertad: una olla de carne y pan abundante. La naturaleza humana no ha cambiado, y los ciudadanos de los modernos Estados de Bienestar hacen exactamente el mismo trueque.

«Tú trabaja, que yo reparto», nos dicen los políticos. En efecto, el expolio se maquilla con el engañoso concepto de redistribución de la riqueza, destructor soterrado de la propiedad privada —y, por tanto, de la libertad— y que constituye otra falacia más: como dice Jouvenel, la redistribución de riqueza es en realidad una redistribución de poder, del individuo al Estado, esto es, a la clase política que lo controla. Esto explica que la vampírica clase política defienda la redistribución de la riqueza con tanto ahínco.

Decía el pensador colombiano Nicolás Gómez-Dávila que «la política sabia es el arte de vigorizar la sociedad y de debilitar el Estado». Pues bien: hemos hecho exactamente lo contrario: la política necia de debilitar a la sociedad y vigorizar al Estado.

El segundo experimento: una deuda gigantesca

Cuando los impuestos son insuficientes para alimentar la voracidad insaciable del Estado Leviatán, los políticos nos endeudan, en nuestro nombre, pero sin nuestro consentimiento. Por tanto, el segundo experimento es un endeudamiento gigantesco.

La deuda constituye un espejismo; implica consumir en el presente la riqueza del futuro; es pan para hoy y hambre para mañana, y, como nos permite vivir por encima de nuestras posibilidades, implica también una huida de la realidad.

La deuda también es injusta: la generación presente vive a costa de las generaciones futuras. Finalmente, es una adicción que sólo puede curarse a través del dolor de la abstinencia. Sin embargo, en nuestras sociedades democráticas en las que los políticos se dedican a adular a las masas, ¿quién va a votar a quien prometa dolor?

Resulta revelador, una vez más, realizar una comparación histórica. A principios del siglo XX el equilibrio presupuestario era la norma salvo en tiempos de guerra y la deuda pública oscilaba entre el 7%-10 % del PIB. Hoy en varios países occidentales la deuda pública supera el 100% del PIB. Del mismo modo, hace un siglo el empleo público como porcentaje de la población activa era minúsculo, entre el 3 % y el 5 %. Hoy, en los países de la OCDE esta cifra es el 19%.

España es un ejemplo perfecto: en 1974 la deuda pública se situaba en torno al 7 % del PIB y hoy supera el 103%, la presión fiscal era la mitad de lo que es hoy y había 800.000 funcionarios, mientras que hoy constituyen una marabunta de más de 3 millones de los que una parte son parásitos sólo se dedican a sancionar y poner trabas a la población que trabaja y produce.

El tercer experimento: la inflación real

Tras el Estado Leviatán y la deuda gigantesca, el tercer experimento es el sistema de moneda fiduciaria, por el que la moneda de cada país no tiene otro respaldo que el de la confianza en el poder político, que no me atrevería a calificar precisamente de AAA.

Bajo este sistema, instaurado en 1971 tras el final de Bretton Woods, el poder político —a través de los bancos centrales, que no son sino otra rama del poder— puede aumentar a voluntad la base monetaria e influir decisivamente en la oferta monetaria. Salvo en la China del s. XI, prácticamente no se encuentran precedentes históricos de este sistema. En efecto, en 1971 el gobierno de EEUU cortó toda ligazón del dólar con el oro concediéndose a sí mismo la potestad de imprimir billetes a voluntad para hacer frente a un gasto público descontrolado. Lo hizo, por cierto, de forma «temporal», según afirmó sin ruborizarse el secretario del Tesoro Connally para tranquilizar a los mercados, pues los políticos siempre tildan inicialmente de temporal todo impuesto o medida disparatada permanente.

Pues bien, 1971 marca el momento en que, tras hacer promesas, subir los impuestos y endeudarse hasta las cejas, y cuando ningún prestamista en su sano juicio les prestaría un solo céntimo más, los políticos occidentales decidieron que era más fácil imprimir billetes, y no han vuelto la vista atrás. Desde entonces, la vida es para ellos mucho más sencilla, y su acción mucho más perturbadora para las sociedades que lideran.

Este sistema parece inofensivo durante un tiempo, pero acaba siempre sucumbiendo a esa fuerza destructiva llamada inflación, la cual conduce a la erosión lenta pero inmisericorde de las economías domésticas causando el empobrecimiento paulatino de la población, que ve cómo sus gastos (que aumentan al ritmo de la inflación real) crecen más rápidamente que sus ingresos (que, en el mejor de los casos, aumentan al ritmo de un IPC cocinado y, por tanto, irreal)[1].

Conclusión

Como hemos visto, los tres primeros experimentos que está llevando a cabo Occidente son el aumento desorbitado del tamaño del Estado (y de sus impuestos), un endeudamiento gigantesco y una inflación real (no publicada), provocada por el sistema monetario vigente, que carcome sigilosamente la riqueza de los ciudadanos y ante la cual estos se encuentran completamente inermes.

Estos tres experimentos son corolarios lógicos del cuarto experimento, que supone la mayor vaca sagrada de nuestros tiempos y que merece por ello un artículo propio.

[1] A efectos simplificadores he sacrificado el rigor conceptual de que el aumento de precios es la consecuencia de la inflación monetaria.

 

Fernando del Pino Calvo-Sotelo

 

Fuente:

https://www.fpcs.es/la-decadencia-de-occidente/