Raúl del Pozo

 

El día que se vaya, le lloverán elogios. Yo prefiero que los lea en vida. Y creo que hago justicia

Si no me equivoco, Raúl del Pozo es el decano del columnismo español. Superó con coraje el camino hacia arriba de su leal e inteligentísima compañera en la vida, Natalia. No se desmoronó. Y con más de ochenta años, ya viudo, está cumpliendo en la contraportada de El Mundo su etapa más brillante y sostenida de su variopinta y extraordinaria actividad periodística. Nada que ver con aquel «Raúl Júcar» que escribía en el ingenuo panfleto del PCE. Raúl del Pozo fue uno de los más logrados descubrimientos de Emilio Romero, el director de Pueblo, al que Solís pidió su cabeza y su despido. Romero era vidrioso, lacerante con el adversario, y valiente en la defensa de los suyos. También soberbio y ególatra, y a Raúl le salvó el que nadie le comentara que tenía en su Redacción a un joven escritor que escribía mucho mejor que él. Un joven escritor de Cuenca, un romántico comunista que enloquecía a las mujeres de derechas, jugaba al póker, apenas dormía por sus costumbres noctámbulas, y escribía mejor que todos los demás. Hoy está abrazado al escepticismo, y sus columnas han ganado con la brillantez del descreimiento y la libertad del individualismo. La izquierda es siempre colectiva, y por ello, aburrida en sus tópicos, un tostón. No quiero decir con esto que Raúl del Pozo se haya convertido en un escritor de derechas. Simplemente se ha convertido en Raúl del Pozo, que es hallazgo y conclusión de muchos méritos acumulados.

Entre los grandes del columnismo español hay celos y distancias. También entre los grandes empresarios y los grandes limpiabotas, que aún resisten el paso del tiempo. Los poetas y escritores del nuestro Siglo de Oro, Lope de Vega, Cervantes, el jodido estevado Francisco de Quevedo, Góngora y Villamediana, apenas simulaban sus desavenencias. Y lo mismo en los grandes escritores del 98 y la generación gongorina del 27. Rafael Alberti, que fue tan mala persona como inmenso poeta, no soportaba a Federico García Lorca. En sus reuniones, Federico le eclipsaba con su prodigiosa personalidad. Pepín Bello, el que mejor los conocía, poco antes de fallecer, soltó la bomba: «Federico no era de izquierdas, era de Federico». Ahí estaban Guillén, Dámaso Alonso, Alexandre, Salinas, Cernuda, Emilio Prados y Manolo Altolaguirre. Y Giménez-Caballero, no se nos olvide, impulsor de aquella generación y posteriormente partidario de unir en santo matrimonio a Hitler con Pilar Primo de Rivera. Cuando Federico fue asesinado en Granada, Alberti se sintió liberado como Fidel Castro cuando supo de la muerte del Ché Guevara en la selva boliviana. Y Alberti escribió Nunca fui a Granada, con lágrimas de cocodrilo. Los escritores españoles jamás han asumido su admiración hacia los demás. Antes que reconocerla, elegían el silencio, que es el más humillante de los desprecios.
Hoy me he levantado poco español, y quiero agradecer a Raúl del Pozo su talento continuado y mejorado en el arte efímero de escribir en los periódicos. No se olviden sus novelas, rebosadas de su gracia golfa y nocherniega. Es una tontería, un tópico deplorable, destacar su «segunda juventud». De juventud, nada. Lo justo y medido es agradecerle su lúcida senectud. La juventud tiene muchas ventajas y más inconvenientes. La pasión arruina a la sabiduría. Y Raúl es un sabio en la culminación de su existencia.
El día que se vaya, le lloverán elogios. Yo prefiero que los lea en vida. Y creo que hago justicia. Así, inesperadamente y porque me da la gana.
Buenos tiempos, Raúl.
    COSAS QUE PASANALFONSO USSÍA