A finales de 1612, cuando el invierno caía sobre Toledo con esa mezcla de cuchillo y silencio que solo conoce la ciudad del Tajo, un anciano pintor trabajaba en una tela desmesurada. Se llamaba Doménikos Theotokópoulos, pero España lo conocía, desde hacía casi medio siglo, como El Greco. Su pincel ya no tenía la velocidad eléctrica de la juventud, pero seguía poseyendo algo más raro: una mirada capaz de atravesar las cosas. Pintaba despacio, como quien escribe su propia memoria.
Aquellos meses fríos, en su casa-taller del barrio de San Torcuato, la actividad era intensa. Los discípulos iban y venían moliendo pigmentos, preparando lienzos, atendiendo encargos menores. Pero en un rincón del estudio, el maestro guardaba para sí un proyecto secreto: un cuadro que no iba destinado a iglesia alguna ni a patrón poderoso, sino a su propia muerte. Lo había decidido tiempo atrás: cuando llegara su hora, la pintura que debía velar su descanso sería una Adoración de los pastores, pero distinta a todas las que había pintado antes.
El Greco sabía bien que en la España del Siglo de Oro había centenares de Natividades. Pero él buscaba otra cosa, algo irrepetible: pintar la noche de Navidad desde dentro, desde la oscuridad que espera la luz. Tal vez por eso, quienes lo observaron trabajar en sus últimos días notaban un extraño resplandor en el taller, como si el propio lienzo comenzara a encenderse a medida que avanzaba. El maestro llevó su lenguaje pictórico hasta el extremo: figuras alargadas, casi ingrávidas; sombras que se abren como pliegues; un espacio indefinible que no pertenece ni a la tierra ni al cielo.
Lo más sorprendente era el centro de la escena. En lugar del halo habitual, El Greco hizo que el Niño irradiara luz propia, bañando los rostros de María, de José y de los pastores con una claridad cálida pero imposible. No se trataba solo de simbolismo teológico: la composición estaba calculada para que el cuadro pudiera contemplarse a oscuras, apenas con la llama temblorosa de un candil o de una vela conventual. Las capas de pigmento blanco, rosado y amarillento, superpuestas con la técnica que había aprendido en Creta y refinado en Venecia, captaban la iluminación mínima y la devolvían como un resplandor vivo. El resultado era una sensación hipnótica: los personajes parecían avanzar hacia el Niño desde la penumbra, y el espectador avanzaba con ellos.
El Greco trabajó en esta obra hasta literalmente agotarse. Cuando murió, en la primavera de 1614, su Adoración de los pastores aún ocupaba su caballete. Su hijo Jorge Manuel cumplió la voluntad paterna: el lienzo fue llevado al Monasterio de Santo Domingo el Antiguo, donde el pintor deseaba ser enterrado. Allí, en aquella iglesia toledana de mármoles rosados y luces altas, la Natividad final del maestro quedó colgada como un testamento espiritual. Durante siglos, las monjas contaron que, en la vigilia de Navidad, bastaba encender un simple cirio para que la pintura pareciera palpitar en silencio, como si el Niño acabara de nacer en la penumbra del coro.
Se entiende así por qué esta obra posee un magnetismo singular. No es solo una escena religiosa: es una declaración íntima sobre el misterio de la luz en mitad de la noche, un eco de aquella Nochebuena que inspiró al artista desde niño en su Creta natal. El Greco sabía que la Navidad no es un relato de oropeles, sino la irrupción de una claridad inesperada en un mundo que aguarda sin saberlo. Y por eso pintó una oscuridad hermosa, vibrante, en la que cada figura avanza hacia la verdad que la ilumina.
Con el tiempo, la Adoración de los pastores inspiró a otros pintores: a Zurbarán, a los maestros caravaggistas, incluso a románticos alemanes fascinados por ese modo español de pintar lo sagrado. Pero lo que a nosotros nos llega hoy, contemplando la obra en el Museo del Prado, no es la influencia artística, sino la emoción primigenia. Uno se detiene ante el lienzo y experimenta algo parecido a aquella vieja intuición de las monjas de Santo Domingo: todo en la escena parece recién ocurrido. El Greco no pintó un recuerdo; pintó un acontecimiento perpetuo.
Cada Navidad, España revive innumerables historias: de fe, de arte, de milicia, de gestos humildes que construyen una tradición. Pero pocas son tan serenas, tan íntimas y tan verdaderas como esta: la de un pintor que quiso que su última obra fuese una Nochebuena eterna. Un cuadro que no buscaba celebrar un triunfo ni embellecer un retablo, sino acompañar su propio sueño final con la luz más pura que conoció: la del Niño que ilumina la noche.
Iñigo Castellano y Barón
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