No existe la envidia entre soldados. Sí la admiración. Y el orgullo. Como Cabo Primero en la Reservísima, me siento feliz y orgulloso de mi colega
En el Servicio Militar que se cargó Aznar para contentar a Pujol, entre los muchos valores que se enseñaban a los jóvenes españoles, destacaba el concepto del compañerismo. Jamás mentir, jamás protestar por un servicio o una orden superior, y jamás abandonar a un compañero.
No intento presumir. Pero en los 15 meses que tuve el honor de servir a España en Camposoto –Real Isla de León, San Fernando, Cádiz–, protagonicé una carrera militar ascendente y meteórica. Ingresé de recluta y me licencié de cabo primero. Mi única heroicidad, no reconocida por mis superiores, fue la de soportar, como portador del Guion del CIR 16 en los desfiles de las Juras de Bandera, a un amazónico y muy cabroncísimo mono tití, llamado «Puskas», que regalaron al comandante Mancebo Jurado. El comandante tuvo la desgraciada idea de hacerme desfilar con «Puskas» agarrado por una cadenita sobre mi hombrera izquierda, y cuando más marciales y chulos eran mis pasos, más me mordía en la oreja inmediata a sus afiladísimos dientes. Asqueroso monito. Pero entendí que mi sacrificio orejero no era suficiente para que me fuera acreditada la condición de «valor reconocido» y en mi cartilla militar, la superioridad se limitó a confiar en mi valor con un escueto «se le supone». Una tarde, «Puskas» se zampó una lata de bonito del norte en aceite de oliva que me había preparado con mimo para recuperar fuerzas en el cuarto del cabo furriel, y por extrañas circunstancias, falleció, no por el bonito en aceite, sino a consecuencia de un golpe infortunado en la cabeza. Por fortuna, no se investigó en profundidad la causa de su merecido fallecimiento.
Hace unos años, el Jefe del Estado Mayor del Ejército, el General don Jaime Dominguez Buj, me invitó a un acto en el que se celebraba el quincuagésimo aniversario de la creación del empleo de cabo primero. Entre ellos, como antiguo cabo primero, el propio ministro de Defensa, a la sazón, el cabo primero Pedro Morenés y Eulate. Guardo mi gorrillo cuartelero con mi distintivo con muy especial orgullo.
Y leo en El Debate que hoy, cuando escribo, 2 de mayo de 2024, la presidente de la Comunidad de Madrid, doña Isabel Díaz Ayuso, se dispone a imponer a un compañero, a un bravo y valiente cabo primero, don Fernando Martín Pozueco, al excelentísimo señor Cabo Primero don Fernando Martín Pozueco, la Gran Cruz de la Orden del 2 de Mayo, que rememora el heroico levantamiento del pueblo de Madrid contra el invasor francés. El Cabo Primero Martín Pozueco acreditó su valor en Afganistán, defendiendo en soledad a una ambulancia que estaba siendo tiroteada por los afganos, que un día te abrazan y al siguiente te disparan. Pero la Gran Cruz que le imponen es fruto de su heroísmo, salvando en plena Dana en el último septiembre a numerosos vecinos atrapados por las inundaciones en Aldea del Fresno. Salvó de morir ahogados a tres niños, y una mujer enganchada en una verja. «La expresión de pánico de aquella mujer solo la había visto en Afganistán». Aldea del Fresno fue engullida por un océano de nortazo loco, y ahí estaba el Cabo Primero jugándose la vida por sus vecinos. «Si veo a un vecino ahogándose, prefiero ahogarme con él. Son valores que aprendí desde pequeño en mi casa». Bendita casa, don Fernando.
No existe la envidia entre soldados. Sí la admiración. Y el orgullo. Como Cabo Primero en la Reservísima, me siento feliz y orgulloso de mi colega. En la conmemoración del día de los héroes, condecorar a un héroe es de sentido común. Los cabos primeros estamos de enhorabuena. Y seríamos muchos más los compañeros de don Fernando Martín Pozueco, el héroe de Aldea del Fresno, si Aznar no le hubiera entregado a Pujol, por un puñadito de votos, el Servicio Militar que unía y reunía a todos los jóvenes españoles.
A sus órdenes, Mi Primero.
Fuente.