Cinco siglos después de la batalla de Pavía, aún resuenan los ecos del mayor triunfo de la infantería española

BATALLA DE PAVÍA Ferrer-Dalmau

Cuando se cumplen 500 años de una de las batallas más decisivas de la historia, el libro «Pavía 1525» da cuenta del choque que enfrentó a Carlos V y Francisco I de Francia por el dominio de Italia

La madrugada del 24 de febrero de 1525, miles de hombres aguardaban en el mayor silencio posible frente al muro de ladrillo del parque Visconteo de Pavía. Era una noche fría y oscura. Los rezos y las voces de ánimo que se dedicaban aquellos hombres, soldados del ejército del emperador Carlos V, se mezclaban con el sordo golpeteo de los maderos que varios de ellos proyectaban contra el muro para abrir brecha.
Más allá, pasados unos bosques punteados por arroyos, alquerías y amplias zonas de campo abierto, los soldados del rey Francisco I de Francia dormían tranquilos, ignorantes de que la furia de un ejército hambriento y mal pagado, anhelante de una victoria que diese a sus hombres un merecido descanso, se disponía a verterse por aquellos campos cual tempestad. Tres días antes, cuando su comandante, Fernando Francisco de Ávalos y Cardona, marqués de Pescara, había ordenado juntar el ejército, muchos de los españoles, alemanes e italianos que formaban sus filas se hallaban dispersos por la comarca en busca de un mendrugo de pan o unos nabos raquíticos que llevarse a la boca. Pero la nueva de que socorrerían a Antonio de Leiva, cercado en Pavía, y de que el enfrentamiento contra la salamandra francesa era inminente, había devuelto los ánimos a aquella soldadesca vieja curtida en los campos de Rávena, La Motta, Bicoca y Romagnano contra franceses y venecianos.
El marqués, en la flor de edad, de barba rubicunda, imponente a lomos de su fiel corcel tordillo Mantuano, cubierta la testa con una celada de infante y vestido de grana y carmesí con una camisa de brocado de oro tachonada de perlas, fue de los primeros en entrar en el parque. Lo seguían los españoles más veteranos, bien encamisados para reconocerse en la penumbra, aunque a levante el día comenzaba a despuntar. De inmediato, el veterano capitán formó los escuadrones para la batalla: uno de infantería española, dos de lansquenetes alemanes y otro de italianos, que, aunque pocos, no quisieron unir sus fuerzas con los españoles alegando que en caso de victoria la gloria sería para estos, pero si la jornada se trocaba en derrota, serían ellos los culpados. También fueron desfilando los hombres de armas con sus arneses completos, sus sayos coloridos y sus caballos de noble porte. Formaron estos tres escuadrones capitaneados por el condestable de Borbón, francés desafecto; el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, y el señor Hernando de Alarcón, de luenga barba.
El joven marqués del Vasto, primo del de Pescara, enfundado en el mismo arnés damasquinado con el que Tiziano lo retrataría unos años después, lideró el avance sobre el palacio de Mirabello, posición clave en el centro del campo de batalla donde se creía alojado a Francisco I. Con el aristócrata napolitano de raíces hispanas avanzaban los arcabuceros españoles encamisados y una tropa de caballería ligera –jinetes españoles y estradiotes albaneses– que lideraba el brioso Ferrante Castriota, marqués de Civita Sant’ Angelo. El palacio cayó sin apenas resistencia: no estaba allí el monarca Valois, ni tampoco sus mejores hombres, sino el grueso de los vivanderos: comerciantes, criados, pajes y putas. El ejército francés se hallaba disperso por los terrenos del parque o acampado tras las trincheras de Pavía en guardia frente a las tropas de Antonio de Leiva: Francisco I se armaba a la sazón a toda prisa en el villorrio de Borgarello con sus hombres de armas de caballería pesada, los lansquenetes traidores de la Banda Negra y los aventureros y la infantería francesa; el mariscal Fleuranges movilizaba apresuradamente a los aguerridos suizos en Torre del Gallo. Los demás contingentes permanecían ignorantes de la incursión.

La pérdida de un escuadrón

Mientras el grueso de las tropas imperiales marchaba en orden hacia Mirabello, el fragor de los cañones franceses, que aún infundía pavor en las villas italianas, rasgó el aire. Las balas de hierro macizo barrieron docenas de lansquenetes. Su capitán, Jorge de Frundsberg, de formidable apariencia, recorrió sus filas para infundirles coraje. Mientras tanto, el sol invernal comenzó a disipar la niebla que subía de los arroyos que bañaban el parque. Los italianos de la retaguardia imperial, lejos de Mirabello, descubrieron entonces que un enorme escuadrón suizo avanzaba resuelto hacia ellos. Fieles a su célebre ímpetu, los de la confederación se aproximaron a buen paso y, a poca distancia de los italianos, calaron sus picas y arremetieron con furia. El escuadrón imperial quedó deshecho en un tris y los de Francisco se apoderaron de la artillería del ejército cesáreo. Los hombres de armas no pudieron más que recoger a los fugitivos. El virrey de Nápoles aconsejó a Pescara que atrincherase el ejército en Mirabello, mas el experimentado capitán no perdió el brío.
Entretanto, Francisco I, armado de un arnés completo, el almete rematado por un penacho colorido que caía hasta las ancas de su caballo rucio, y sobre la armadura un sayo de brocado con su inicial bordada, ordenaba las filas de su caballería para acabar de una vez por todas con el ejército de su némesis austriaco. Llegado el momento, ordenó que callasen los cañones; en la mente del monarca guerrero, la gloria del triunfo correspondía a los caballeros de sangre azul, no a los villanos ennegrecidos que manejaban aquellos artilugios infernales. Frente a él, su vasallo rebelde, el condestable, organizaba los escuadrones de lanzas españolas, italianas y alemanas con el virrey Lannoy y Alarcón. Ambas masas de caballería avanzaron primero al trote y luego al galope. El choque fue formidable: hombres de uno y otro bando volaron, arrancados de sus sillas, y rodaron por el suelo. Ferrante Castriota, armado a la ligera, se lanzó en pos de la salamandra esgrimiendo una maza de armas, pero el rey, combatiente avezado, lo mató de una lanzada. Poco a poco, los imperiales empezaron a retroceder.
Pescara, al ver que su caballería flaqueaba, se volvió hacia el capitán Quesada y le ordenó que, con sus trescientos arcabuceros, corriese en auxilio del condestable. Los franceses se creían ya vencedores cuando, desde el frente, desde los flancos, por doquier, se abatió sobre ellos un chaparrón de plomo que dio con hombres y caballos en el suelo. En cuestión de minutos, docenas de caballeros perecieron del modo menos noble. El mariscal Jacques de La Palice fue desmontado y muerto sin que fuesen atendidas sus promesas de rescate.
Francisco I requirió la ayuda de su infantería alemana, francesa y suiza. Los lansquenetes de la Banda Negra avanzaron en buen orden acaudillados por Francisco de Lorena y el duque de Suffolk, la Rosa Blanca, último pretendiente de la casa de York al trono de Inglaterra. Los españoles de Pescara esperaron a que sus arcabuceros realizasen una salva y entonces vomitaron sobre ellos una granizada de balas que hizo tremolar sus picas como el viento mece el trigo maduro. En quince minutos, el escuadrón alemán estaba deshecho y arrastraba en su huida a los peones franceses. Los españoles del capitán Quesada tomaron la artillería enemiga y masacraron a cientos de fugitivos que se amontonaban, inermes y sobrecogidos, frente a una de las angostas puertas del parque. En paralelo, los lansquenetes de Frundsberg y el escuadrón de Pescara volvieron su frente para enfrentar a los suizos de Fleuranges, que acabaron igualmente desbaratados y en franca huida. Frente a las trincheras de Pavía, a todo esto, los hombres de Antonio de Leiva andaban a la caza de los italianos de Giovanni de Médicis y de los suizos de Montmorency, dispersos por un amplio frente. Pocos fueron los que lograron huir; la mayoría se ahogaron en el río Tesino o se rindieron a los imperiales.
Francisco trató en vano de escapar. Su tío, el bastardo de Saboya, y el milanés Galeazzo Sanseverino, el perfecto cortesano de Baldassarre Castiglione, murieron protegiéndolo, pero un arcabuzazo derribó su caballo y el rey quedó cautivo bajo la montura. En derredor se agolpó una multitud de soldados de la que fue rescatado por un gentilhombre del condestable de Borbón. A tales alturas, la victoria imperial era completa: el otrora poderoso ejército francés había dejado de existir, arcabuceada la flor y nata de la nobleza galael rey estaba cautivo, y Milán y toda la Lombardía por los imperiales. Con razón puede decirse que Carlos V, aun sin estar presente en la jornada, obtuvo en la batalla de Pavía, merced al buen hacer de la infantería española uno de sus más brillantes triunfos, que marcó el inicio de un proceso que culminaría en 1530 en Bolonia con su coronación por el papa Clemente VII, sello absoluto y definitivo de una hegemonía hispánica en Italia que duraría dos siglos.
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