En el marco del Programa de Colaboración de Asociados (AEME-PCA 2023-24), el Coronel de Infanteria de Marina, r Juan Angel Lopez Diaz, publica en La Crítica la siguiente reflexión sobre la egregia figura de la reina Isabel.
La Reina Isabel, ejemplo de gobernanza
Se ha cumplido, el pasado día 26 de noviembre, sin pena ni gloria, como suele ser habitual en nuestro suelo patrio y más en la polarizada España actual, el 520 aniversario de la muerte a los 53 años de la reina Isabel. La muerte le llegó en Medina del Campo cuando llevaba reinando en Castilla 30 años.
Un reinado plagado de problemas que habrían afectado gravemente su salud, en especial, tras la prematura muerte de dos hijos y un nieto. Pérdidas que marcaron, sobre todo la del Príncipe Juan, el devenir de la Historia de España, pues con los RRCC se terminó la monarquía plenamente española, para dar paso a los Habsburgo.
Fue inhumada en el monasterio de San Francisco de la Alhambra, el 18 de diciembre de 1504, en una sencilla sepultura, según su deseo. Años después sus restos mortales, y los de su esposo Fernando, fueron trasladados a la Capilla Real de Granada. En su testamento, conservado en el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, dejó estipulado que, aunque la heredera del trono era su hija Juana, el rey Fernando administraría y gobernaría Castilla en su nombre al menos hasta que el infante Carlos, primer hijo varón de Juana, cumpliera 20 años.
Su figura permaneció eclipsada por la de su marido, el Rey Fernando, hasta principios del siglo XIX cuando Diego Clemencín escribió un Elogio de la Reina Católica, que por primera vez centró la atención de ese reinado en la reina. Es a partir de entonces, cuando comenzó a surgir una imagen nueva de la reina y positiva de los Reyes Católicos, considerándolos los últimos monarcas nacionales. En 1952 se publicó por vez primera el texto de la bula Si convenit, que otorgaba a Isabel y Fernando el título de católicos y en 1958 José García y Goldaraz, arzobispo de Valladolid, inició el proceso para la beatificación de Isabel. El proceso sigue su curso en la actualidad, sostenido por el apoyo económico de los herederos del empresario mexicano Pablo Díaz. Se dice que la Santa Sede no la ha beatificado por la oposición de un “grupo de presión judío”.
Durante su reinado, los héroes del Garellano formaban a los de Pavía y estos a su vez formaron a los de Túnez, San Quintín y Lepanto. Isabel fue la verdadera responsable del poder y magnificencia que disfrutaron los Reyes austríacos de España. Y así como admiramos las frondosas arboledas del jardín de una vieja mansión, no elogiamos por ello a la generación que lo posee sino a las anteriores que lo plantaron; de igual forma, debemos considerar a Isabel la verdadera creadora de nuestra edad dorada, de aquel siglo XVI, atribuido a Felipe II, con igual injusticia que Vespucio dio su nombre a las Indias occidentales.
En las instrucciones a sus embajadores en Roma, en toda su conducta religiosa brillan los rasgos de una piedad ilustrada, que sabe conjugar el honor del cielo con el bien e interés de los hombres. Y sin embargo se quiere dar de la Reina una imagen de una religiosidad extrema y sacrificando a sus ideas los derechos de sus vasallos, y se la quiere retratar como autora de las violencias hechas a los mudéjares granadinos, y de la expatriación de tantos miles de ciudadanos judíos industriosos o agricultores útiles. Seamos sinceros. Esas acusaciones, sin hablar de su objetividad, no se le pueden hacer a la Reina Isabel, sino a su siglo y a las opiniones que dominaban en él.
Salamanca, aquellos claustros, honrados especialmente de los Reyes y de los Papas, recibió de mano de Isabel nueva vida, nuevas leyes y mayores privilegios. A la simpleza de las facultades escolásticas y a los viejos textos medievales, se añadió el estudio de las lenguas sabias, de las ciencias naturales, de los conocimientos amenos. Antonio de Lebrija o la magna obra del Padre Vitoria en el ámbito de los derechos humanos, hicieron retroceder la barbarie, y presentaban a la juventud los originales griegos y latinos, los modelos producidos por los siglos de Augusto y Pericles, que siempre han sido y serán los maestros de cuantos cultiven con fruto las letras humanas. En suma, florecieron las ciencias sagradas y profanas, la erudición de todas las ramas de la literatura; o la astronomía, y cuando Isabel acompañada de su corte visitaba aquellos estudios y honraba con su presencia los ejercicios literarios de la escuela de Salamanca, parecía esta semejante a la de Atenas dibujada por Rafael, donde los grupos de filósofos, de oradores, de poetas, de sabios de todas clases nos presentan el conjunto más respetable. Y así, en breve tiempo España destacó por su sabiduría entre las demás naciones de la ya culta Europa; dando luces y maestros a varias de ellas, incluida la misma Italia; y logró por ello ser objeto de admiración y elogio por el célebre Erasmo.
La corte de Isabel era el principal lugar en que se apreciaban los progresos de la cultura, y sus resultados de las acciones promovidas por la Reina. Y se veía en los hijos de los Grandes que servían en palacio, en los nobles emparentados con la sangre real, quienes asistían a escuelas, donde además de las artes cortesanas y militares, cultivaban también las del entendimiento. Las propias Infantas, las hijas de Isabel, compartían el estudio hasta llegar a familiarizarse con el idioma de Virgilio y Horacio. Su augusta madre, también, cuando sus labores del reinado se lo permitían, compartía el trato de los sabios y literatos y sacaba tiempo para tomar lecciones de su maestra Doña Beatriz Galindo y también estudiaba, no sólo latín, sino también otras lenguas y daba órdenes a Palencia para escribir su diccionario (Vocabulario Universal en Latín y Romance), a Valera su geografía, a Pulgar sus crónicas, a Pedro Mártir; sus Décadas y daba consejos a Lebrija para perfeccionar su método y buscaba los medios para fomentar las letras cual si este hubiera sido el único asunto de su reinado.
Isabel en los últimos años de su reinado, primeros ya del siglo XVI, gozaba del fruto colmado de sus desvelos y fatigas. La constitución del reino mejorada; sus límites aumentados dentro de la Península con los dominios de Aragón y Granada, fuera de ella con los de Sicilia, Nápoles, Canarias y por supuesto, los nuevos descubrimientos de América; las naciones fronterizas, o amigas o vencidas; el poder de España fundado sobre su ilustración, industria y riquezas; la tranquilidad, la abundancia, la felicidad rebosando desde las columnas de Hércules hasta las cumbres pirenaicas, todas estas circunstancias formaban un cuadro grandioso que sin duda debía de llenar de orgullo a Isabel, pero que no sirvió para consolarla de las desgracias domésticas que afligieron el último período de su vida.
El fallecimiento de su hijo Don Juan, el de la Infanta Doña Isabel ya jurada heredera y el de su nieto el Príncipe Don Miguel, fueron tres duros golpes para su corazón afectuoso y sensible. Los esfuerzos de su virtud y la admirable constancia con que sufrió estas desgracias, tan lamentables, no lograron, sin embargo, que se resintiese su naturaleza. Pero consumida de pesar y melancolía, conoció que se acercaba su fin en Medina del Campo, y después de dictar su célebre testamento, modelo de religiosidad y de ternura, donde padres, esposas y reyes pueden tomar lecciones de las virtudes que convienen a todos ellos, bajó finalmente al sepulcro en noviembre de 1504. En resumen, Isabel siguió un modelo de acción política que procuró transmitir y recomendar a sus sucesores, al explicar en su testamento cuáles eran sus características principales:
Relación rey-súbditos: Que sean muy benignos y muy humanos con sus súbditos y naturales y los traten y hagan tratar bien.
Preeminencia real: Que hagan obedecer la preeminencia real y todas las leyes.
Justicia: Que administren bien y pronta justicia, poniendo las personas adecuadas para administrarla.
Hacienda: Que se cobren y recauden con justicia, sin abusos, las rentas reales.
Isabel la Católica dictando su testamento, Eduardo Rosales, 1864, Museo del Prado
El eclipse que siguió inmediatamente, en la historia de España, manifestó bien a las claras quién era el sol que la alumbraba. El arzobispo de Granada Don Hernando de Talavera amenazado de la prisión y del oprobio, Gonzalo de Córdoba desatendido, rodeado de espías y sospechas, la corrupción, la codicia, la avaricia, sucedió al noble desinterés, a la moderación y la sobriedad castellana. Pero su nombre quedó en la tierra, y el recuerdo de sus virtudes servirá siempre de honor a España, de consuelo a los buenos y de admiración al mundo. Su ejemplo debería iluminar a los gobernantes, les recomendaría que el único objeto digno del arte de reinar es el bien común de los súbditos; y les diría que para conseguirlo nunca pierdan de vista aquella máxima que fue el norte de las actuaciones de Isabel, y confirmado con los aciertos y felicidades de su reinado, a saber, que la verdadera política mira como unidas con vínculo indisoluble la virtud, la ilustración y la prosperidad.
Algo que los actuales gobernantes parecen haber olvidado.
Juan Ángel López Díaz